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TRIBUNA

<I>Un índice de precios para los pensionistas</I>

Francisco de Vera analiza la propuesta del profesor Julio Segura de crear un IPC específico para los pensionistas y señala los factores y las dificultades que habría que tener en cuenta para llevarla a cabo.

Hace unos días, según las noticias de prensa, el profesor Julio Segura en el seno de la Comisión del Pacto de Toledo propuso que se modificara el sistema de revisar las pensiones abandonando el uso del IPC y creando un IPC específico para los pensionistas (más barato) en el que se descontaran elementos como el transporte público o el gasto farmacéutico que son gratis o cuestan menos, en su opinión, a los pensionistas.

De acuerdo con sus cálculos -descontando estos y otros elementos-, en la última década los pensionistas españoles han visto revalorizado su poder adquisitivo seis décimas de punto porcentuales año tras año. Desgraciadamente, la información periodística no aporta detalles sobre la bondad de las estimaciones.

Para que el índice de precios de un grupo de edad específico se comporte de manera distinta al IPC general, es necesario que se cumplan dos condiciones, que los patrones de consumo (ponderaciones de las categorías de productos de la cesta de la compra) sean diferentes y que las tasas de cambio de precio de los diferentes componentes de las cestas de la compra sean, asimismo, distintas.

Aparentemente, debe ser verdad que, si se descuentan ciertos elementos de la cesta de la compra, el índice de precios resultante mostrará un comportamiento distinto al original. Sería interesante comparar los resultados que menciona la prensa con los que se obtendrían de cestas de la compra hipotéticas para otros colectivos sociales, como, por ejemplo, militares sin graduación, curas de parroquias rurales o empleados del hogar. Casi con total probabilidad encontraremos desviaciones del índice general.

Otro tanto sucede con los índices de precios de ámbitos geográficos distintos (comunidades autónomas, municipios o pedanías). O de entornos urbanos frente a rurales. Las diferencias en el coste de vida por razones geográficas han sido abundantemente estudiadas y fundamentadas al objeto de reducir gastos fiscales, sin que hayan encontrado muchos seguidores (véase, por ejemplo, Louis Kaplow Regional Cost of Living Adjustments in Tax Transfer Schemes, Tax Law Review, volumen 51, 1996). Cualquier propuesta de transferencia de renta estatal condicionada a impacto diferente de la inflación sobre un colectivo social habría de tener en cuenta, entre otros, el factor geográfico.

Defender correcciones en la cesta de la compra de los viejos sin tener en cuenta diferencias geográficas podría ser injusto, y de tenerlas en cuenta podría provocar que muchos pensionistas se quisieran mudar al centro de Madrid. Si de adecuar pensiones a coste de la vida se trata, habría que preguntarse qué peso dar a las economías de escala en el seno de la familia. Es posible que familias más numerosas disfruten de unas economías de escala que los pensionistas viudos no sean capaces de alcanzar. Aunque en contra de aquéllas pueda actuar el coste de alimentar, cuidar y educar a los niños. Ambos temas son relevantes a la hora de establecer los umbrales de pobreza, como puso de manifiesto un estudio de Agnus Deaton (Measuring Poverty Among the Elderly, Inquieries in the Economics of Aging, Wise, David, editorial University of Chicago Press, 1998).

En este caso, no bastaría con descontar ciertos bienes y servicios de la cesta de la compra de los viejos, habría que adaptarla al entorno familiar del pensionista para evitar que se enriquezca o empobrezca indebidamente. Los viejos siempre que pueden viven en familia, al igual que el resto de la población; y es por esto último que el IPC se construye a partir de la cesta de la compra de una familia, no de un individuo aislado.

A lo peor, si las pensiones se ajustan en menor grado a la inflación que las demás percepciones de las familias, se consigue el efecto indeseado de condenar a los viejos a vivir en soledad, con lo que probablemente se aumentaría el gasto sanitario.

Por otra parte, no conviene creer que necesariamente se llegará a mejores resultados por la vía de singularizar un índice de precios para cada colectivo social.

En contra de lo que pueda creerse de manera intuitiva, esto no siempre tiene lugar. Este es el caso que pone de manifiesto un estudio referido a Canadá (Frank T. Denton y Byron G. Spencer How Well Does the CPI serve as an Index of Inflation for Older Age Groups?, Iesop Resarch Paper Nº 16, junio 1997, McMaster University), en el que los autores concluyen que, si el índice de precios al consumo canadiense es un buen indicador de la inflación para la familia media, lo es también para las familias de los viejos, las de bajo nivel de renta y para las que tienen componentes demográficos dispares.

Posiblemente más relevante que el diseño de índices para colectivos sociales específicos sea la adecuación del índice general a los cambios efectivos en el consumo general derivados de modificaciones en las preferencias de consumo de las familias, los cambios en los productos disponibles en el mercado y la alteración de sus calidades.

La idea de un IPC especial para los pensionistas parece que se inspira en la frase "a cada cual según sus necesidades"; pero querer convertir esa idea en norma legal puede provocar que los afectados recuerden que la frase tiene una segunda parte ("y de cada cual según sus capacidades") que no es fácil llevar a la práctica. Quizá sea menos complicado aceptar que la revisión de las pensiones, según el IPC, es una manera más de instrumentar el pacto intergeneracional de distribución de renta. Y de camino pensar que mientras sigamos utilizando un único índice de precios al consumo estamos facilitando la vida a los responsables de la política monetaria.

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