Seguridad humana y tecnología
Gracias al progreso técnico se produjeron 40,6 millones de vuelos en 2024, de los cuales siete fueran accidentes fatales

Una tecnología al servicio del bien común ha de contribuir a la seguridad de las personas y ser ella misma segura para quienes la utilizan. Lo primero no solo significa garantizar la vida de la gente y las condiciones que la hacen digna, sino proteger el ejercicio de los derechos individuales y colectivos que fundamentan nuestras sociedades. Hablamos, por tanto, de cumplir con uno de los valores sociales más demandados. También en relación con el segundo de los aspectos mencionados, pues, el desarrollo y manejo de la tecnología ha de hacerse en un entorno de confianza que está fallando y mostrando numerosas fracturas. Tanto en la investigación e innovación que precede a su avance, como en la utilización y en las consecuencias asociadas a su empleo. De hecho, la digitalización y, en concreto, la innovación que funda su progreso, no pueden exponernos a riesgos que nos hagan más vulnerables. Al contrario, ha de ser el soporte fáctico de un marco de confianza que haga la tecnología más robusta en la prosecución del bien común ligado a nuestro bienestar.
Y es que la importancia de la seguridad humana aumenta a medida que crece el poder de la humanidad gracias a la tecnología. Un fenómeno que se vio con la energía nuclear o la genética y que, en estos momentos, se relaciona directamente con el incremento de las incertidumbres que proyecta el desarrollo tecnológico sobre nuestras vidas. Recordemos que el objetivo básico de la seguridad humana es que las personas estén y se sientan seguras al desarrollar la condiciones de vida. Para ello han de disponer de un contexto fáctico de certidumbres que les permita desarrollar acciones individuales y colectivas en la previsión de no ser obstaculizadas, comprometidas o cuestionadas por eventos dañosos o riesgos asociados a la violencia o arbitrariedad de terceros. Algo que afecta también, aunque desde otra perspectiva, a la seguridad nacional de nuestro país y a la que nos interpela la coyuntura actual planteada por la política de defensa. De ello hablaremos, por cierto, en nuestro próximo artículo.
Pero cuando hablamos en este de la seguridad humana propiamente dicha, apelamos a un presupuesto necesario si se quieren acometer acciones que nos obligan a usar de medios con los que alcanzar ciertos fines. Como sucede al poner en marcha un negocio; desplazarnos de una ciudad a otra; investigar; pagar impuestos o reclamar justicia; salir a la calle a cualquier hora; trabajar; alimentarnos; ser atendidos en un hospital; utilizar un ordenador o un teléfono móvil, entre otras muchas experiencias que tienen que ver con el normal desenvolvimiento de lo que Hannah Arendt definía como la condición humana.
En todas estas acciones el avance de la tecnología ha facilitado la ejecución de aquellas de forma extraordinaria. Sobre todo, a partir de la revolución digital, que ha hecho posible incrementar los estándares de certidumbre y confianza en la automatización de infinidad de servicios esenciales.
Un ejemplo es la mejora de la seguridad humana en el tráfico aéreo. Un avance que opera sobre el conjunto de un servicio integral complejo y que exige una confianza multimodal sobre toda la cadena de acciones que acompaña su ejecución. No solo respecto a la preservación fáctica de la vida humana, que es el objetivo primordial cuando viajamos en un avión, sino, también, garantizando que el vuelo cumplirá previsiones de horario, recepción de equipaje, planificación del trabajo o programación de ocio al que se asocia. Un suma y sigue de variables asociadas a riesgos de distinta naturaleza que exigen el cumplimiento combinado de estándares de seguridad que solo pueden atenderse con tecnologías punteras como las que operan en la ingeniería aeronáutica o la gestión del tráfico aéreo.
Gracias a este progreso técnico se produjeron 40,6 millones de vuelos en 2024 en el mundo, de los cuales siete fueran accidentes fatales. Un balance de seguridad evidente, pues, hace una década, el promedio de cinco años (2011-2015) era de un accidente por cada 456.000 vuelos y, en la actualidad, el promedio de cinco años (2020-2024) es de un accidente por cada 810.000 vuelos.
Pero, como se decía al comienzo, una tecnología que contribuya al bien común no solo contribuye a garantizar la seguridad de las personas en los términos que hemos explicado, sino que ha de ser ella misma segura de acuerdo con los propósitos que animan a quienes la utilizan. Esta cuestión está siendo muy debatida en la actualidad. A ello contribuye la proliferación de riesgos y situaciones de vulnerabilidad asociadas a la salud, intimidad, privacidad, infancia o la desigualdad o la discriminación. Todas, por cierto, relacionadas con la acelerada digitalización que domina nuestras vidas y que son consecuencia de no haber medido adecuadamente el impacto que tiene su aplicación sobre el bienestar humano en un sentido ético. Lo advierte el Reglamento de Ciberseguridad cuando reconoce que la tecnología hace más vulnerable a la sociedad “al exacerbar los peligros a que se enfrentan las personas, incluidas las personas más vulnerables como los niños”. Reflexión que también abandera Europa en relación con el progreso de la IA. De ahí la exigencia que plantea el Reglamento que la regula de que su puesta en servicio y utilización garantice un “elevado nivel de protección de la salud, la seguridad y los derechos fundamentales”.
En ambos casos, la seguridad tiene que ver con el sentido final que se quiere dar al avance de la tecnología y la repercusión que tiene sobre la protección de la dignidad de la vida humana. Esto es, si se piensa con el propósito de mejorar el bien común o todo lo contrario. Una exigencia de seguridad que tiene que ver con el sentido de la tecnología y que nos interpela a diario cuando la utilizamos o lo hacen nuestros hijos. Atenderla también es una demanda imprescindible si queremos que contribuya plenamente al bien común.
Grupo Nausika es una plataforma de pensamiento formada por Xavier Castillo, Antón Costas, Sara de la Rica, Guillermo Dorronsoro, Emma Fernández, Xavier Ferràs, José María Lassalle, Paco Marín, Pedro Mier, Felipe Romera y Ana Ursúa.

