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A fondo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De una pandemia a una dana: ¿es posible minimizar los efectos negativos en la economía de las catástrofes?

Los países desarrollados se recuperan mejor y más rápido de los desastres naturales

Varias personas descansan junto a vehículos apilados en Catarroja (Valencia), el miércoles.
Varias personas descansan junto a vehículos apilados en Catarroja (Valencia), el miércoles.Ana Escobar (EFE)

La cuantía de los efectos adversos de los grandes desastres naturales, en su más amplia acepción, es decir, desde una pandemia, pasando por un terremoto, hasta la reciente dana en Valencia, parecen seguir un patrón, marcado por dos variables determinantes: nivel de riqueza del territorio, que se puede medir por el PIB per cápita, y el nivel de experiencia previa de la ciudadanía con esa categoría específica de catástrofes. Aunque el protagonismo de ambos factores es desigual en el tiempo.

De esta forma, el impacto negativo inicial sería inversamente proporcional fundamentalmente a la experiencia reciente que tenga la sociedad afectada en catástrofes en general y en el tipo que sea en particular. La experiencia previa (o su falta) acabaría condicionando la mortandad inmediata, en el inicio de la catástrofe, tras el duro shock inicial.

De forma que, cuanto mayor sea la experiencia de la ciudadanía sufriendo estos eventos adversos, más preparada y más prudente será la población ante los primeros síntomas de su repetición, y más rápido, eficiente y coordinadamente actuarán sus políticos, que tendrán menos miedo a tomar rápidas decisiones y activar las alarmas tempranas, en la confianza de que unos votantes más concienciados serán más proclives a perdonar su exceso de celo, si finalmente el evento indeseado es menos virulento de lo esperado, o acaba, como no es infrecuente, en falsa alarma.

Esto ayudaría a explicar cómo los Gobiernos del sudeste asiático, con una población que había sufrido en primera persona la mortalidad del coronavirus de 2003, el primer SARS-Cov, respondieron más rápidamente y con mayor contundencia que los de los países occidentales ante el brote de la covid de 2019.

Ello no significa que el nivel de riqueza no juegue un papel relevante para minimizar el duro shock inicial. A mayor nivel de renta del territorio, más y mejores infraestructuras para prevenir las catástrofes, pero, incluso en ese caso, es de esperar que la dotación de estas infraestructuras esté condicionada por la experiencia previa. De esta forma, gracias a sus frecuentes y malas experiencias en terremotos, Japón, con un nivel de PIB per cápita similar al español, contaría con un mayor stock de edificios antisísmicos, como frecuentemente nos recuerdan los documentales televisivos sobre ingeniería constructiva.

El problema de la experiencia en catástrofes es su elevado y dramático coste de aprendizaje, que suele ser en vidas humanas previas pérdidas. Los muertos del pasado ayudarían a salvar la vida de los vivos del futuro.

La buena noticia –si es que existe alguna cuando se habla de catástrofes– para un país desarrollado, como España, es que después del caos inicial, la experiencia va perdiendo importancia en favor de la fortaleza económica, de forma que, cuanto más rico sea el país, menos devastadores serán los efectos a medio plazo y más pronto se debería de recuperar la normalidad.

Esto también se observó con la covid, ya que fueron los países ricos los que más rápidamente consiguieron recuperar esa ansiada “nueva normalidad”, que resultó ser la antigua, tras ser capaces de diseñar vacunas eficaces, producirlas masivamente y vacunar a toda población, una gesta que era casi imposible para países en vías de desarrollo, incluso para China.

De esta forma, para el caso de inundaciones o danas, es de esperar que los países más desarrollados puedan acceder rápidamente a las zonas devastadas, rescatando supervivientes y ofreciendo una asistencia sanitaria a los heridos acorde a su gravedad, y, sobre todo, ofreciendo agua potable y alimentos de primera necesidad, que eviten cualquier brote epidémico. La evidencia empírica nos dice que, en los países en vías de desarrollo, por las razones opuestas, pueden acabar muriendo bastantes personas en los días posteriores a la catástrofe, en las zonas afectadas más aisladas.

Incluso en el peor escenario de enfrentamiento político partisano –en el que los dos principales partidos políticos tuvieran la tentación de quedarse enfangados en el relato a la ciudadanía sobre el reparto de culpas, buscando minimizar su previsible coste electoral–, las instituciones y organizaciones de los países ricos, como el nuestro, acabarán funcionando de forma cuasi automática, partiendo de los servicios de emergencia, civiles y militares, a los que se sumará nuestra ingeniería para la recuperación y puesta en funcionamiento de las infraestructuras, lo que, unido a las ayudas económicas necesarias y generosas, como las que rápidamente se han anunciado para los afectados de la dana, deberán de llevar, de forma casi inexorable, a que las zonas afectadas recuperen la normalidad más pronto que tarde, o al menos más pronto de lo que lo harían en un país con menores recursos económicos.

Por todo ello, y una vez más, a igualdad de baja experiencia previa, siempre sigue siendo mejor sufrir cualquier catástrofe, por dura que sea -y como la que lamentablemente estamos llorando-, en un país como España, que en los que conforman el llamado sur global.

José Ignacio Castillo Manzano es presidente de la Academia Andaluza de Ciencia Regional y catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla

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