Ferrovial, vista tras la tempestad
Varias empresas europeas han precedido a la compañía española en una UE que garantiza la libre circulación de la riqueza y la inversión
Han pasado ya varias semanas desde que Ferrovial anunciase el traslado –todavía no se ha celebrado la Junta General– de su domicilio social a otro país europeo. El revuelo mediático, pero sobre todo político no se hizo esperar y las acusaciones de toda índole, habida cuenta que por la actividad de su objeto social la sociedad en cuestión acude a mucha oferta de obra pública, fue abismal. Tanto societaria como políticamente son múltiples los intereses en juego.
Al español de a pie, al que es fácil con soflamas tratar de condicionarle, y sobre todo al político, ajenos absolutamente al funcionamiento de las sociedades mercantiles y máxime a su corpus regulatorio y sus especificidades según los principios configuradores de cada tipo societario, pronto se le vertieron panegíricos patrióticos, de deslocalización, de cuestiones de impuestos, de si una parte ya ínfima del negocio de la sociedad en cuestión estaba solo en España y el resto en el extranjero o si, así, se pretendía el salto para emitir en la Bolsa neoyorquina.
Asentada pues la polvareda interesada en el camino cuando al galope pasan simplemente podencos, tratando de emular la definición de España de Ortega, del que ahora se cumplen cien años de su España invertebrada, son varias las sociedades italianas, por ejemplo Campari, CNH Industrial, Exor, Ariston y Mediaset, que de unos años hacia atrás se han transformado y convertido en sociedades holandesas. Es evidente que hoy, una sociedad por mucho que el capital o la masa accionarial sea x o sea y, en su dirección y consejo no solo se tienen en cuenta los intereses exclusivos del los socios, cuanto también los intereses de ciertos grupos, entre ellos, acreedores, financiadores, stakeholders en definitiva frente, que no confrontando a priori directamente, los shareholders. La toma de decisiones, la discreción empresarial en las mismas y su tutela o protección de cara a una futura exoneración de posibles responsabilidades de los administradores no es una cuestión menor ni tampoco insensible puertas hacia dentro.
Como bien acaba de recordarnos el profesor italiano de Oxford, Luca Enriques, uno de los grandes teóricos y estudiosos europeos del derecho societario y cuya presencia recientemente hemos tenido en mi Universidad, al hacerlo, estas sociedades han optado por una estructura accionarial que permite multiplicar los derechos de voto de los accionistas antiguos (el llamado voto reforzado), o dicho de otro modo, quienes han sido accionistas de la sociedad durante un cierto número de años, pueden obtener, por cada acción, uno o más derechos de voto.
Y no es casual escoger la legislación y el abrigo de las normas de los Países Bajos, donde la prioridad está en el cumplimiento, entre otros, de los principios de igualdad de trato y razonabilidad, pero también de equidad, amén de la ventaja de consolidar el control societario cuando se poseen acciones por encima del 30% del capital y sin necesidad de lanzar una opa. En los últimos años, en países como Francia e Italia, el debate y el movimiento societario en torno a un cambio profundo de regulación y no solo cosmético, de voto, ha sido intenso. En efecto, el voto mayoritario, las acciones de lealtad, entre otras muchas, como el voto vacío, por no recordar la construcción teórica de fines de los sesenta del profesor Jaeger y el llamado voto divergente, han ido generando un caldo de cultivo sementado en algunas reformas que, de no consolidarse, han producido que sociedades como las mencionadas migren a aquellos países donde la legislación se ajusta más a los intereses sobre todo de los grupos de control de la sociedad. Aquella vieja máxima de una acción, un voto, cuna y esencia de un primigéneo y básico, por simplista, principio capitalista, ha sido entendido solo sobre el papel, pero no en su letra definitiva. En el revés, también arbitrar canales de salida y cláusulas de indemnidad, habida cuenta que sumar y aumentar el número de votos por encima de ciertos umbrales puede acabar haciendo prisionero al socio dentro de la sociedad y rehén de los dictados y acuerdos siempre alcanzados y votados mayoritarios por unos pocos. Por ello, a partir de un cierto porcentaje no es extraña la obligación de compra o consolidación de más derechos y acciones o paquetes accionariales, incluso todos.
Y podemos preguntarnos qué está cambiando, si es que en realidad algo cambia entre los principios lampedusianos del príncipe gatopardés de Salino. Pues sencillo, lo de siempre, concepciones más liberales y permisivas donde ciertas normas facilitan el control de la sociedad. Como recordaba el profesor Enriques, la transformación en una sociedad holandesa no implica el traslado de la sede administrativa, y mucho menos el de las plantas de producción; y no conlleva necesariamente un cambio en las políticas de inversión (ya sea para ampliar la producción en Italia o en el extranjero) ni la pérdida de la cotización en la Bolsa italiana. Además, tiene efectos limitados sobre la fiscalidad.
Ahora bien, ¿qué gana el socio, el accionista? Y, sobre todo, en un falaz juego de suma cero, ¿qué ganan los pequeños accionistas? Es esta una medida ahormada y aherrojada consciente y conspicuamente para el socio de referencia, para el de control. Mayor influencia, amén de la que de un modo indirecto o subrepticio, que no ilícito, pueda tener al margen de los cada vez más extendidos pactos parasociales, llegando al paroxismo de su omnilateralidad y que afectan al cien por cien del capital social, pero no se reflejan en cambio en los estatutos. La salida a un mercado ávido de circulación de riqueza mobiliaria, de acciones, véndase en un lugar o en otro.
Acciones de lealtad, acciones con voto múltiple o voto mayoritario trascienden a un plano individualista para elevarse a otro estrictamente de control, tanto en el ejercicio de los derechos políticos como en los derechos económicos a la postre.
Y nosotros en España discutiendo y dando lecciones de patriotismo. Pero los caminos y los campos están siempre abiertos. Al menos en la rica Europa y en el capitalismo. No los cortocircuitemos y facilitemos la circulación de la riqueza y la inversión, con ella vendrá empleo y desarrollo.
Abel Veiga es Profesor y decano de la facultad de Derecho de Comillas Icade
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