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En colaboración conLa Ley
Hacienda
Tribuna
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Litigar con Hacienda: el impuesto no escrito del sistema

Más del 60% de las liquidaciones recurridas acaban siendo anuladas total o parcialmente, una cifra así no es una simple disfunción; es un reflejo de que algo profundo está fallando, tanto en el diseño como en la ejecución

Una sede de la Agencia Tributaria

Uno de los casos que más me ha marcado es el de un empresario al que la Agencia Tributaria le giró una liquidación por un presunto error en la aplicación del tipo reducido de IVA. La sanción era significativa. Tardó años en ganar el recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJCV). Pero cuando llegó la resolución favorable, su negocio ya había cerrado por falta de liquidez. No fue el único factor, pero sí el golpe definitivo. Y como este, hay muchos.

En los últimos años, la litigiosidad tributaria ha dejado de ser una cuestión puntual para convertirse en uno de los problemas estructurales más serios del sistema fiscal español. Según el Instituto de Estudios Económicos (IEE), más del 60% de las liquidaciones recurridas acaban siendo anuladas total o parcialmente. Una cifra así no es una simple disfunción; es un reflejo de que algo profundo está fallando, tanto en el diseño como en la ejecución. Y ese fallo no es neutro: erosiona la confianza de los contribuyentes y socava la credibilidad de la Administración.

Desde mi experiencia, puedo asegurar que este alto porcentaje de resoluciones favorables al contribuyente no es inofensivo. Tiene efectos demoledores sobre la seguridad jurídica. Para la mayoría de los ciudadanos y, especialmente, para las pymes, enfrentarse a Hacienda no es una opción: es una obligación impuesta cuando la alternativa es aceptar liquidaciones que, muchas veces, son objetivamente incorrectas.

Todos los contribuyentes no le plantan cara a Hacienda. Litigar implica asumir costes económicos, emocionales y temporales que no todos pueden soportar. De ahí que muchas empresas —sobre todo las más pequeñas— opten por pagar lo que no deben, simplemente para cerrar el capítulo cuanto antes. Así se perpetúa una desigualdad de fondo: quien tiene recursos puede defenderse; quien no, se resigna y paga.

Que más del 60% de las resoluciones sean favorables al contribuyente debería hacernos reflexionar sobre la calidad técnica de las actuaciones de la Administración. Pero, sobre todo, pone en entredicho la legitimidad de un sistema que obliga a pasar un largo procedimiento administrativo y en su caso, judicial.

El modelo actual de la Agencia Tributaria está diseñado para incentivar la detección de supuestas deudas. Y eso tiene un precio. Cuando la carrera profesional de los actuarios está condicionada por las cifras que logran aflorar —y no por la solidez jurídica de sus actuaciones—, el equilibrio se rompe.

Por ello, no sorprende que el formalismo sancionador se haya convertido en la norma, incluso en situaciones donde hay margen razonable para el error. Discrepancias técnicas, omisiones no dolosas o simples interpretaciones alternativas se convierten, de forma casi automática, en sanciones. Que luego muchas de ellas sean anuladas en vía administrativa o judicial no corrige el daño ya causado.

En un sistema basado en la autoliquidación, donde el contribuyente carga con la mayor parte de la responsabilidad, lo lógico sería que la AEAT desempeñara un rol de asistencia, no de vigilancia inquisitiva. Pero no es así. Y eso destruye la confianza y desincentiva el cumplimiento voluntario.

Reducir la litigiosidad no significa rebajar el control, sino ejercerlo con más eficiencia y mejor criterio. En esta línea, hay tres reformas prioritarias que deberían abordarse sin dilación.

En primer lugar, la claridad normativa y estabilidad legislativa. La normativa tributaria es un campo minado de conceptos jurídicos indeterminados, modificaciones constantes y lagunas técnicas. Esta complejidad no solo genera confusión, sino que es el terreno perfecto para los conflictos.

Por otro lado, la implantación real de mecanismos alternativos de resolución de conflictos. La mediación, el arbitraje o las actas con acuerdo no deberían ser excepciones residuales, sino herramientas habituales. Otros países ya lo han entendido. No tiene sentido que en España el recurso judicial sea casi la única vía efectiva de defensa para el contribuyente.

Y finalmente, la revisión del sistema de incentivos y rendición de cuentas. Hay que romper con la lógica de premiar el volumen liquidado. Los incentivos deberían alinearse con la calidad de la actuación y la resolución colaborativa de conflictos. Además, sería razonable establecer mecanismos de responsabilidad interna cuando los actos administrativos son anulados de forma reiterada por los tribunales.

En la práctica diaria de la defensa del contribuyente, hay perfiles especialmente vulnerables. Las pequeñas y medianas empresas, sin duda, son las grandes perjudicadas: sometidas a una fiscalización creciente, con escasos recursos para hacer frente a procesos largos y complejos. También los autónomos, que se ven obligados a interpretar normas técnicas sin el respaldo adecuado, o los ciudadanos con rentas medias que, por errores menores, acaban enfrentando sanciones totalmente desproporcionadas.

La litigiosidad tributaria en España no solo es un problema técnico, sino también ético. Porque cuando el sistema no protege a quien actúa de buena fe y lo empuja a litigar por pura supervivencia, algo está profundamente mal.

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