Cinco retos para la confianza pública: de fortalecer el derecho a honrar al BOE
Allí donde los ciudadanos desconfían, es decir, donde las instituciones no tienen credibilidad, la calidad democrática es baja
La confianza pública, es decir, la confianza en el espacio público que compartimos todos los ciudadanos, en las instituciones y leyes que rigen nuestro sistema de convivencia, es uno de los principales indicadores de calidad democrática. Allí donde los ciudadanos desconfían, es decir, donde las instituciones no tienen credibilidad y las leyes carecen de valor y eficacia jurídica, donde importan más las personas (con poder) que las instituciones (con un poder solo aparente), la calidad democrática es baja. Cuando sucede lo contrario, cuando hay confianza pública, estamos ante una democracia de alta calidad. Por ello, fortalecer la confianza pública es fortalecer la democracia, y el abordaje de cinco grandes retos nos ayudaría a ambos objetivos.
Fortalecer el derecho. La relación entre el derecho y la confianza pública es de ida y vuelta. El derecho asienta la confianza y la confianza es la base que permite la regulación de la vida pública. Si no confiáramos el derecho sería insuficiente per se. Pero es cierto que la condición humana hace necesaria la ley. La ley apuntala la confianza y permite que se repare en los tribunales de justicia cuando es traicionada. Por eso, es muy importante que se instaure una cultura de legalidad, de aprecio de la legalidad y de respeto de la legalidad, y las autoridades políticas tienen una enorme responsabilidad al respecto. Un Estado democrático que no sea Estado democrático y de Derecho, acabará no sólo perdiendo el segundo apellido sino el primero.
Honrar el BOE. Relacionado directamente con lo anterior. Respetar el derecho significa no utilizar las leyes y derechos como instrumento de desinformación. No toda la intoxicación informativa nace de los trols y de los medios de dudosa credibilidad. No todos los bulos se difunden por las redes sociales. A veces, la desinformación procede de los propios documentos del BOE, algo que sucede en las ocasiones en que la norma obedece a meros objetivos políticos y es de dudosa viabilidad y aplicación real. Sorprende que el Código de Buenas Prácticas de la UE aplique el concepto de desinformación solo a fuentes no oficiales, cuando la ley debería ser especialmente combativa con la que procede de fuentes públicas, que es la que más daño hace a la confianza pública.
Reformar la función pública, distinguiendo de forma más nítida las responsabilidades políticas de las profesionales. Una cosa es la permeabilidad de la función pública a los programas políticos, cosa que sucede y debe suceder en todas las democracias, y otra diferente es la imposición de la subordinación política como criterio principal en la designación, evaluación y gestión del desempeño por parte de los puestos directivos públicos. Es preciso una reforma amplia de la gestión pública que garantice la independencia de los gestores públicos, concebida como dependencia solo de los objetivos que se les marquen y por tanto como plena autonomía con respecto a planteamientos ideológicos, partidistas o electorales.
Acercar a los mejores a la gestión pública. Garantizar la independencia es necesario, pero no es suficiente para este objetivo. Si queremos fortalecer la confianza pública, no podemos dejar las instituciones en manos de los menos capaces. A falta de sueldos e incentivos equiparables a los del sector privado, necesitamos al menos que el régimen de incompatibilidades no sea demasiado severo: su consecuencia inevitable es la dedicación profesional a la gestión pública de aquellos para los que un salario normalito es un verdadero premio.
Rigor, pero no rigor mortis. Tan nefasto para la confianza pública es una relajación excesiva de la fiscalización como un celo desmesurado, pues equivale a multiplicar la burocracia, perjudicar la eficacia y agilidad de las políticas públicas y sobre todo perjudicar a las pymes en detrimento de las grandes empresas, pues son las pymes las que menos recursos humanos y tiempo pueden dedicar al cumplimiento de los requisitos y controles públicos. Por eso no puede confundirse el rigor con el rigor mortis, algo en lo que las empresas también tienen su cuota de responsabilidad, haciéndose confiables y también evitando una excesiva judicialización de los procedimientos, el cual pone aún más en guardia a los dirigentes políticos y por supuesto a los funcionarios, que son los que a final ponen su firma. Si cada fallo de cada licitación es recurrido, la desconfianza aumenta, y con ella el rigor amenaza con convertirse en rigor mortis.
Francisco José Fernández Romero, socio director de Cremades&Calvo-Sotelo.