El suicidio económico de la expulsión masiva
Deportar masivamente significaría hundir el PIB, colapsar sectores enteros, empeorar aún más el sistema de pensiones y condenar a España a décadas de estancamiento

Imaginen por un momento que España amaneciera un día con casi ocho millones de personas menos. Que el 15% de quienes viven, trabajan y contribuyen a nuestro país hubieran desaparecido de la noche a la mañana. Los supermercados sin cajeros, los hospitales sin parte de sus profesionales, los campos andaluces sin recolectores, restaurantes cerrados, el transporte funcionando parcialmente, pequeñas y grandes empresas sin personal crítico... Aunque esto pueda parecer ciencia ficción, es exactamente lo que propone Vox cuando habla de “expulsiones masivas” de inmigrantes.
Detrás de una retórica xenófoba se esconde no solo una cuestión moral y humanitaria de primer orden, sino algo que debería preocupar incluso a los más cínicos: un suicidio económico de proporciones históricas. Porque los números, esos que tanto gustan a quienes se declaran pragmáticos, son demoledores: expulsar masivamente a los inmigrantes no solo sería inhumano, sería la forma más rápida de hundir un país.
Empecemos por dudar la mayor. Los inmigrantes no son una carga; son, literalmente, parte de la maquinaria que sostiene nuestro sistema. La evidencia internacional es abrumadora. El Fondo Monetario Internacional estimó para algunos países que cada punto porcentual de aumento en la inmigración el PIB per cápita aumenta hasta un 2%. También la OCDE, en su International Migration Outlook nos enseña que buena parte de la población nativa de los países se benefician económicamente de la inmigración. El Banco Mundial, en su informe sobre desarrollo mundial calculó que la inmigración en países desarrollados genera ganancias anuales de considerable magnitud. El Peterson Institute for International Economics modeló para Estados Unidos diferentes escenarios sobre los potenciales efectos de la deportación. Así, según su estudio, deportar 1,3 millones de personas reduciría el PIB estadounidense un 1,2% para 2028; deportar 8,3 millones lo hundiría un 7,4%; lo que equivale a no tener crecimiento económico durante un mandato presidencial completo.
Hay algo más profundo, los inmigrantes no solo vienen a dedicarse laboralmente a tareas y empleos que los trabajadores nacionales no desean cubrir, sino que además crean empleo. Montan empresas a mayor ritmo que los nativos, innovan, llenan vacíos demográficos críticos. Son, en definitiva, el motor que mantiene a economías que, como la española, han perdido el impulso demográfico.
Pero, a veces, no es necesario analizar con tanto detalle los datos para saber de las consecuencias de una expulsión masiva. La historia está plagada de ejemplos de lo que ocurre cuando un país expulsa masivamente a poblaciones productivas. Y ninguno tiene final feliz.
No cabe duda de que a todos nos viene a la cabeza, en primer lugar, la expulsión de los judíos en 1492, y que no solo fue una tragedia humana, sino además y sin duda alguna un desastre económico que contribuyó al declive de la economía castellana y aragonesa. Perdimos comerciantes, artesanos, banqueros, toda una red de conocimiento y capital que tardó siglos en reponerse. Los Reyes Católicos creyeron que estaban purificando los reinos bajo su corona, pero en realidad, los estaban empobreciendo.
Pero no nos vayamos tan lejos. Las deportaciones masivas soviéticas de 14 millones de personas entre 1930 y 1953 devastaron regiones enteras. Un estudio conjunto de Harvard, MIT y la Universidad de Chicago demostró que las áreas que sufrieron mayores deportaciones mantienen, casi un siglo después, un PIB per cápita 22% menor. El capital humano perdido nunca se recuperó.
Los sectores más dependientes de trabajadores inmigrantes no solo se verían afectados; colapsarían. En Europa, el 25% de los trabajadores agrícolas son migrantes según Oxfam International. En Estados Unidos, el 73% de los trabajadores agrícolas nacieron en el extranjero.
En España, los números son igual de reveladores. En hostelería, el 26,7% de los trabajadores son extranjeros; en construcción, el 20,7%; en agricultura, el 24,4%; en servicios domésticos, el 45,4% (INE). El 64% de los nuevos empleos creados en 2023 fueron ocupados por inmigrantes. ¿Alguien se ha preguntado qué pasaría si esos empleos, y otros muchos, quedaran vacíos de la noche a la mañana? El sistema sanitario, ya en tensión por falta de personal, se desplomaría si faltaran los 130 mil trabajadores extranjeros. Expulsarlos sería, literalmente, poner en riesgo tratamientos e, incluso, vidas.
Pero la sostenibilidad del sistema de pensiones, ya en entredicho por las tendencias demográficas, económicas y por las reformas recientes se vería igualmente tocado. La ratio de sostenibilidad actual se vería claramente afectada. Y es que, según algunos cálculos, España necesitaría un millón de inmigrantes anuales para mantener la sostenibilidad demográfica, casi tres veces más que los actuales 350.000. Expulsar a los que ya tenemos no solo sería contraproducente; sería ahondar en la crisis.
Finalmente, y por poner todas las cartas sobre la mesa, la propia deportación tendría un coste inmenso. Por ejemplo, la American Immigration Council estima que deportar 13,3 millones de personas en Estados Unidos costaría mínimo 315.000 millones de dólares en una operación única, u 88.000 millones anuales durante una década. Para España, haciendo una extensión similar, deportar el 15% de la población costaría mínimo más del 13% de nuestro PIB.
Más que pensar en eliminar, lo que hay que hacer es plantearse cómo sumar de la forma óptima posible. Los países con políticas inclusivas superan económicamente a los restrictivos. Canadá, con su sistema de puntos, genera 42.000 millones de dólares anuales en PIB gracias a inmigrantes económicos, según un estudio del Russell Investments. Australia experimenta un 1,2% de crecimiento del PIB tras shocks migratorios. Alemania estima que necesita 60.000 trabajadores cualificados adicionales anuales y ha flexibilizado sus políticas para atraerlos. Por el contrario, el Reino Unido post-Brexit perdió entre 2-3% del PIB y enfrenta escasez de 330.000 trabajadores según el Centre for European Reform.
Los datos son claros: la inmigración es un motor económico que beneficia a las sociedades receptoras. España, con su crisis demográfica, necesita desesperadamente más inmigración, no menos. Deportar masivamente significaría hundir el PIB, colapsar sectores enteros, empeorar aún más el sistema de pensiones y condenar al país a décadas de estancamiento.
La historia no perdona: todos los países que expulsaron masivamente a poblaciones productivas pagaron el precio durante generaciones. Los números no mienten, y quien los ignore lo hace bajo su propia responsabilidad. España puede elegir entre la prosperidad compartida y el suicidio económico. Los inmigrantes no son el problema; son la solución. Y expulsarlos no sería solo inhumano: sería la estupidez económica más grande de nuestra historia moderna.