Absentismo: las consecuencias de una población que envejece
La precariedad, la temporalidad y la falta de perspectivas de desarrollo profesional son un caldo de cultivo perfecto para la ausencia

Un reciente informe del Adecco Group Institute para el cuarto trimestre de 2024 ofrece una cifra que cuenta una historia más estructural y profunda de lo que parece, aunque en estos días los medios se han hecho eco por razones, en mi opinión, equivocadas. Concretamente, este informe nos decía que un 7,4% de los trabajadores españoles estuvieron ausentes de su trabajo en algún momento del cuarto trimestre de 2024, cifra que, aunque ligeramente inferior al del trimestre anterior, suponía un aumento interanual de 0,2 puntos porcentuales.
Según esta misma institución, si se pudiera poner valor a dicho absentismo, este estaría entre 25.000 y 37.000 millones de euros anuales. Es decir, hasta un 3,1% de nuestro Producto Interior Bruto cada año. Independientemente de la validez o no de este dato, lo que es cierto es que el absentismo supone un coste elevado para la economía, coste que no ha dejado de crecer desde hace unos años.
Esta factura se reparte entre la Seguridad Social y las empresas que deben asumirlo. Concretamente, siguiendo la misma fuente, la primera asume un coste de más de 13.000 millones de euros en 2023, principalmente por el pago de prestaciones por incapacidad temporal. Por su parte, las segundas asumen el coste de unos 12.245 millones, solo en costes directos. A estos montantes habría que añadir la miríada de costes indirectos como son la formación apresurada de sustitutos, la pérdida de productividad de equipos desmembrados, la reorganización constante del trabajo, el impacto en la moral del personal que sí acude y la potencial merma en la calidad del servicio o producto final. Sin embargo, y a pesar de que las causas son muy variadas, el absentismo es principalmente un síntoma inequívoco de la cada vez mayor incapacidad de nuestro modelo productivo para adaptarse a una realidad demográfica ineludible: el envejecimiento de su población activa.
La figura adjunta a la columna es muy llamativa. Muestra las disparidades territoriales en absentismo relacionadas con la proporción de trabajadores mayores de 45 años en cada una de ellas. Lo que nos ofrece esta figura es que la geografía del absentismo no es caprichosa. Parece existir una correlación directa (que hace sospechar de la posible causalidad) entre ambas variables.
Además, según los mismos datos de Adecco, es el sector industrial el que ostenta un “doloroso“ 8,1% de absentismo, seguido de cerca por los servicios (7,3%) y, a cierta distancia, la construcción (6,3%). No es casual que, la industria, con su legado de tareas físicamente exigentes, horarios a menudo inflexibles y modelos organizativos jerárquicos y rígidos sufra de un modo más intenso lo que es la cada vez más difícil adaptación entre la realidad de su población.
No cabe duda de que, en este complejo escenario, la saturación del sistema público de salud actúa como un multiplicador del problema. Los retrasos en la atención primaria, las listas de espera interminables para pruebas diagnósticas o intervenciones quirúrgicas no hacen sino prolongar innecesariamente los periodos de baja, cronificando dolencias y elevando exponencialmente los costes asociados. Y junto a ello, emerge la controvertida cuestión de la gestión de las altas médicas por parte de las mutuas colaboradoras con la Seguridad Social y la legislación que la regula. Un debate espinoso donde se entrecruzan la necesidad de una recuperación completa del trabajador y las presiones, a veces percibidas, por agilizar retornos que no siempre respetan los tiempos biológicos de sanación, especialmente en trabajadores de más edad cuya recuperación puede ser más lenta.
También resulta llamativo que, en esta cuestión, también exista un antes y un después de la pandemia. Así, aunque no es menos cierto que la pandemia de COVID-19 no creó estos problemas, sí parece que actuara como un catalizador, acelerando tendencias preexistentes y exponiendo las fragilidades de nuestro sistema.
Reducir este debate a una mera discusión sobre quién paga la factura sería un error estratégico. El absentismo es, ante todo, un indicador de la calidad de vida laboral y un reflejo de problemas estructurales que exigen soluciones igualmente estructurales, no parches cosméticos. Las empresas que han comenzado a entender esta dimensión están implementando políticas que van mucho más allá de la simple vigilancia del cumplimiento horario. La flexibilidad real (no la teórica), la promoción de la conciliación, la prevención activa y tangible de riesgos psicosociales y el desarrollo de programas integrales de bienestar están demostrando ser infinitamente más efectivos que el tradicional enfoque punitivo. No se trata solo de reducir las ausencias, sino de crear entornos donde la presencia sea sinónimo de salud, compromiso y sostenibilidad a largo plazo.
Y aquí el envejecimiento de la población laboral vuelve a surgir como el gran desafío. Si la correlación entre edad y absentismo se mantiene —y todo indica que así será—, podemos anticipar un incremento sostenido de este fenómeno en los próximos años. Por ello, la adaptación de los puestos de trabajo no puede ser una ocurrencia tardía; debe convertirse en una prioridad estratégica. Hablamos de rediseño ergonómico, de redistribución inteligente de cargas físicas, de planes de formación continua que actualicen competencias y ofrezcan nuevas vías de desarrollo a los trabajadores senior, de aprovechar su invaluable experiencia en roles de mentoría o supervisión, y de una gestión preventiva de la salud que comience mucho antes de que aparezcan los primeros síntomas. Es reconocer que un trabajador de 60 años aporta un capital de experiencia y conocimiento inmenso, pero puede tener necesidades distintas a uno de 25.
Finalmente, este debate debe obligatoriamente encontrarse con el que trata la calidad del empleo. La precariedad, la temporalidad aún excesiva en algunos sectores y la falta de perspectivas de desarrollo profesional son un caldo de cultivo perfecto para el desapego, la desmotivación y, en última instancia, la enfermedad y la ausencia. Un contrato precario entre el trabajador y la empresa —la sensación de no ser valorado, de ser una pieza fácilmente reemplazable— se traduce inevitablemente en un mayor índice de ausencias y en un coste económico que lastra la competitividad de nuestro tejido empresarial.
La respuesta a estas preguntas no admite tiritas ni medidas cosméticas. Exige una reflexión profunda y valiente, seguida de acciones decididas para reconciliar productividad y bienestar, competitividad y sostenibilidad humana. Ignorar esta llamada de atención, especialmente la que nos lanza el envejecimiento de nuestra población, no es solo económicamente insostenible; es una irresponsabilidad social. El absentismo no es el problema fundamental, sino el síntoma visible y costoso de un desequilibrio estructural que exige soluciones igualmente estructurales y que está costando a España decenas de miles de millones de euros cada año. Es hora de tratar la artritis crónica de nuestro sistema laboral, antes de que la parálisis sea irreversible.