La inflación alimentaria es más pegajosa que la energética
Del 6,5% con el que terminó 2021 al 5,7% de diciembre de 2022 hay mucho más que ocho décimas y 12 meses. El episodio inflacionista empezó en España entre verano y otoño de 2021 (gracias a la particular composición tanto del precio regulado de la luz como de la cesta del IPC) y llegó al resto de Europa en invierno. En ese momento se trataba de un episodio de inflación energética, al estilo de las crisis petroleras de los 70 a causa de la escasez de suministro, pues Gazprom, gasista estatal rusa, empezó a cerrar el grifo meses antes de la invasión.
Ahora la inflación ha mutado. En términos interanuales, combustibles y electricidad están quitando, y no añadiendo, presión a los precios. A cambio, para el ciudadano medio el supermercado se ha convertido en un tren de la bruja plagado de sustos. Más que la subida agregada del 15,7% en términos interanuales, algo más abultada que la del mes pasado, destaca el alza mensual del 1,6%. En algunos artículos las alzas mensuales rondan o superan el 5%, borrando el efecto de la bajada del IVA incluso antes de ponerse en marcha (el IPC corresponde al mes de diciembre, mientras el cambio fiscal no se aplica hasta el arranque de año).
Por el contrario, el componente energético pasa a un segundo plano. Las características de los mercados de materias primas abren la puerta a subidas casi verticales de los precios en los momentos de desacople entre oferta y demanda. Pero la propia liquidez de estos mercados facilita la descompresión cuando las dos partes se equilibran.
La inflación alimenticia es más pegajosa: los precios suben paso a paso, y no en vertical, pero les cuesta más bajar. Los motivos van desde una estructura de costes más diversa (piensos, fertilizantes, combustibles…) a una cadena de suministros con muchos intermediarios o a unos mecanismos de fijación de precios dispersos, pasando por las propias características perecederas de parte de la producción.
De hecho, ni siquiera es sencillo entender en qué fase de la producción se concentra el alza de costes. Es por ello que, además de pegajosa, la inflación alimentaria es difícil de atajar. Y es más peligrosa, pues su demanda es inelástica, por lo que concentra su impacto en las capas menos favorecidas (que destinan a la comida más parte de su renta) y, al contrario de las gasolinas, no hay transporte alternativo. La gestión del problema es más compleja y, por tanto, solo cabe afrontarla con las luces del largo plazo.