Por qué banca y energía siempre son los sospechosos habituales
La decisión del Gobierno de aumentar los impuestos a ambos sectores ha sido posible por la percepción que los ciudadanos mantienen sobre ellos
Algunos sectores, como ciertas empresas o personas, son vistos como culpables de entrada y otros como inocentes. Unos tienen que probar su inocencia (si las cosas van mal, la gente dice “es justo lo que me esperaba”; son sectores antipáticos, odiados) y de otros hay que probar su culpabilidad (si hay una crisis, la gente dice “habrá sido un error”; son sectores simpáticos, amados). El perdón es más fácil e inmediato en el segundo caso, obviamente.
Podemos poner algunos ejemplos en nuestro país en el caso de las empresas y lo veremos rápidamente: tenga los problemas que tenga, Mahou-San Miguel cae bien y de entrada es vista como inocente. Lo mismo ocurre con Central Lechera Asturiana, Mercadona, Campofrío o la ONCE. En cambio, hoy en día no ocurre lo mismo con El Corte Inglés, Air Europa, Correos, Pescanova o Cabify, por citar solo a empresas españolas. ¿Por qué?
La culpa, junto con el miedo, el rechazo, la ira y la tristeza, son las cinco principales emociones negativas del ser humano. En reputación hablamos a menudo de el juego de la culpa: existen sospechosos habituales que hagan lo que hagan son culpables; e inocentes permanentes, que tienen de entrada siempre el beneficio de la duda. Y quien tiene el beneficio de la duda gana en ese juego.
Los ciudadanos se hacen siempre una idea aproximada de si un sector empresarial (la banca, la energía, la tecnología, la distribución o el gran consumo) busca una relación equitativa, de igual a igual, con ellos como consumidores a través de los comportamientos que tienen esas compañías: ¿piensan solo en su beneficio propio o también en el de sus clientes cuando toman decisiones? ¿Están todavía centrados en un modelo de creación solo de valor para el accionista o de valor compartido para todos?
Si las empresas están muy cerca del legislador o del regulador, hay poca o nula innovación, mucha letra pequeña en los contratos y la competencia está restringida, por tanto, los ciudadanos piensan que hablamos de un sector que está poco o nada a su favor. Es decir, van a acabar pagando más de lo que sería justo, pudiendo elegir su opción con más dificultades o trabas y financiando a determinados intereses, si no ocultos, opacos.
Los ciudadanos normalmente entienden la factura del supermercado, del dentista o del hotel, pero no entienden la de la luz, el gas o los contratos con los bancos y las aseguradoras. No en vano, Henry Ford decía que “la gente no comprende cómo funciona la banca porque, si lo hiciese, creo que habría una revolución antes de mañana por la mañana”. Esto se ve claro en la encuesta que Reptrak realiza anualmente en todo el mundo: en una escala de 0 a 100, los bancos se encuentran en la penúltima posición con 67 puntos, solo seguidos por el sector del tabaco, y la energía justo antes, con 69, junto con las empresas de telecomunicaciones, lo cual se considera una reputación moderada. Sin embargo, las empresas de gran consumo obtienen 75 puntos, las tecnológicas 74 y las empresas de distribución 73, lo cual se considera una reputación fuerte.
Las expectativas de los ciudadanos también son superiores en lo que respecta al comportamiento de las empresas en sectores como el financiero o el energético. Cuando analizamos el conjunto de factores que determinan la reputación de una empresa, vemos que la oferta de sus productos y servicios pesa un 19%, pero en el caso de la banca, por ejemplo, lo hace solo el 16%. Por el contrario, la integridad importa un 16% en banca frente a un 14% en la media de sectores y la ciudadanía; en el caso de las energéticas (donde se incluye la sostenibilidad) un 15% frente a un 13% en el resto.
Hay una última razón que afecta a la reputación de la banca y de la energía: producen o abastecen de inputs básicos para la economía. Puedes vivir sin comer carne o tener una tablet, pero no sin electricidad o una cuenta corriente. Por eso sus compañías se encuentran siempre bajo un escrutinio público mayor que otras empresas y los escándalos o crisis que les afectan tienen una repercusión también mayor en la opinión pública, como esta de los impuestos y los beneficios extraordinarios tras la invasión de Ucrania.
Y es que la reputación para una empresa o un sector de actividad no es un jarrón chino o un tapiz flamenco cuya finalidad es decorar una casa. Jeff Bezzos, fundador de Amazon, dijo hace años que “la reputación para una empresa es como la marca para una persona: se mejora la reputación haciendo las cosas mejor”.
Es el activo intangible del que dependen las decisiones que toman en favor o en contra de las empresas los consumidores, accionistas, empleados o instituciones. A partir de ella se mejora o empeora la intención de compra, de trabajar en una empresa o de invertir en ella, y también se mejora o empeora la recomendación, se incrementa o reduce el beneficio de la duda o se obtiene o deniega la licencia para operar en un mercado.
La decisión de nuestro Gobierno de encontrar unos sospechosos habituales a los que culpabilizar de la grave situación actual económica y el aumento de precios es lo que justifica o permite, desde un punto de vista reputacional, atribuirles dicha responsabilidad y, en consecuencia, aumentar su imposición de manera justa para algunos, arbitraria para otros, sin encontrar una gran oposición entre los ciudadanos.
Se podrá discutir la medida desde un punto de vista jurídico o económico, pero lo que resulta evidente, a partir de los datos aportados, es que desde una perspectiva política y social es posible hacerlo precisamente porque las principales empresas –hay honrosas excepciones que confirman la regla– de esos sectores no han hecho todo lo suficiente para salir de esa particular lista de sospechosos que está en la mente de los ciudadanos mediante un cambio en su comportamiento, en la manera de hacer las cosas.
Ricardo Gómez Díez es Dircom especialista en reputación y profesor del Máster de Comunicación Corporativa de la Universidad Carlos III de Madrid