Es tiempo de que España envíe señales de compromiso con la ortodoxia fiscal
El Gobierno anunció ayer con satisfacción que España cerró 2021 con un déficit público del 6,76% del PIB, lo que supone en torno a 3,3 puntos menos que el año anterior (10,08%), en el que la pandemia de Covid-19 obligó a disparar el gasto público y contrajo los ingresos fiscales por la parálisis de la actividad. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, recalcó que se trata de la mayor reducción del saldo fiscal en un año de toda la serie histórica, con un dato que no solo mejora las previsiones del Gobierno, sino también las de Bruselas, y que supone cumplir por primera vez en 10 años las cifras de ingresos incluidas en los Presupuesto, “algo que nunca logró el PP”. Todo ello es cierto, como también lo es –y resulta relevante– que esa reducción se explica por el crecimiento de la economía y el buen comportamiento de los ingresos fiscales tras un año de dura contracción, no por una mayor y mejor racionalización de un gasto público que sigue siendo demasiado elevado. La deuda pública también bajó 1,6 puntos en 2021, hasta situarse en el 118,4 % del PIB, por debajo del objetivo del Gobierno.
Pese a que la flexibilización de las reglas de consolidación fiscal por parte de Bruselas ha permitido a los gobiernos relajar su disciplina presupuestaria y hacer frente al enorme reto de la pandemia, las circunstancias actuales, marcadas por una inflación desbocada –que en España roza los dos dígitos–, una crisis energética mundial, una evolución incierta del conflicto en Ucrania y el lastre financiero que supone un endeudamiento creciente apuntan a la necesidad de comenzar a prepararse para retornar hacia la ortodoxia fiscal. Las dimensiones de la deuda pública española, que ha experimentado un fuerte incremento durante la pandemia, siguen superando ampliamente los límites recomendados por la ortodoxia, que pone la línea roja en torno al 100% del PIB. Ese desequilibrio, alimentado en los últimos ejercicios por el recurso extraordinario a la emisión de bonos para hacer frente a la crisis, se ha soportado hasta ahora sin grietas gracias al apoyo de una política monetaria acomodaticia que no va a durar.
El horizonte que afronta la economía mundial pasa por un endurecimiento de la política de los bancos centrales para frenar una inflación que puede paralizar la recuperación económica europea y reactivar el riesgo de recesión. Con unas señales como esas, España necesita contar con una política económica seriamente antiinflacionista, que no cebe la demanda con medidas populistas, como la bonificación indiscriminada de la gasolina, que promueva el compromiso de los agentes económicos para contener los costes y que comience a enviar señales al mercado que muestren de forma inequívoca el compromiso real con la consolidación fiscal.