El ingreso mínimo vital será útil si moviliza la empleabilidad
Lograr compatibilizar protección y estímulo al empleo, que caminará paralelo con nuevos incentivos, será lo que determine el éxito de una nueva prestación universal
El Gobierno de coalición cerró ayer el círculo de la protección social con el que estaba obsesionado desde la irrupción de la crisis económica de 2008 y que aparecía difusamente expresado en el programa electoral del PSOE de los últimos comicios y de manera explícita y detallada en el de Podemos. A partir de ahora la Seguridad Social dispensará con carácter general una nueva prestación universal, el ingreso mínimo vital, que se solapará en la práctica con la red de prestaciones mínimas de inclusión de todas las comunidades autónomas, y que en teoría las absorberá legalmente, aunque los territorios podrán complementarlas por su cuenta y presupuesto. Los detalles de la prestación y su alcance son conocidos: 462 euros por hogar unipersonal, complementado por los miembros añadidos, que pretende llegar a 850.000 hogares y a 2,3 millones de personas; pero merecen ser ampliados los relativos a la inclusión en el mercado laboral.
La necesidad de apoyar a los hogares vulnerables es evidente en una situación en la que la economía se ha paralizado y en la que es complicado conocer a qué velocidad se recuperará. Pero hacerlo regulando por decreto ley una prestación con carácter estructural y permanente sin el necesario diálogo social ni consenso político es mucho más discutible. Y hay que tener cuidado con que ocurrencias como que el Gobierno dé un “sello social” de su propia cosecha (una iniciativa anunciada, pero pendiente de desarrollar) a las empresas que ofrezcan formación o empleo a quienes cobran una renta mínima no acaben teniendo un efecto contrario al que persiguen.
Hay muchos ejemplos en las economías abiertas, y en la española también, de elementos de protección tendentes a estimular la empleabilidad que han terminado convirtiéndose en un obstáculo a la misma, en un desincentivo más o menos intenso al trabajo. Buscar el punto de equilibrio en el que la prestación además de proteger contra la pobreza estimula la búsqueda de empleo no resulta fácil, y menos en un mercado laboral en el que conviven los bajísimos niveles de formación de una amplia franja de la población con barreras salariales de entrada muchas veces inalcanzables, como un salario mínimo con un avance desproporcionado los últimos años. La excepcionalidad del momento en que nace esta figura hace difícil, además, medir si las consecuencias de su aplicación, sean exitosas o fallidas, son en realidad fruto de su propio diseño o de la peculiar situación por la que atraviesa la sociedad y la economía española.
Lograr compatibilizar protección y estímulo al empleo, que caminará paralelo con nuevos incentivos, será lo que determine el éxito de una nueva prestación universal que costará para arrancar 3.000 millones de euros. Si lo logra, España habrá cerrado una brecha de pobreza y de forma inclusiva; pero si no lo consigue, puede haber mermado para una larga temporada las posibilidades de incorporarse al empleo del colectivo con más dificultades para alcanzarlo.