Una “nueva normalidad” compleja
Hace falta un nuevo equilibrio entre el sector público y el privado, con una financiación conveniente de los déficits
En un ambiente de controversia y desacuerdos el Gobierno ha elaborado un plan de “desescalada” que irá operando por fases la deseada salida del actual confinamiento de los ciudadanos y la reiniciación de las actividades económicas paralizadas por el Covid-19.
Parece que hace un siglo desde que en nuestro país se registraba un crecimiento positivo aunque moderado del PIB. Incluso mayor que el del resto de los países del área del euro, pero esa era en realidad la situación a comienzos de 2020.
La aparición del virus y su intensa y rápida extensión ha cambiado radicalmente el panorama. La reciente publicación de la Contabilidad Nacional correspondiente al primer trimestre de 2020 (que en realidad solo abarca dos semanas desde el establecimiento del estado de alarma el 14 de marzo) no deja dudas respecto al profundo surco que el drástico corte de actividades y el confinamiento han producido en nuestra economía. Según dicha fuente, la evolución negativa del PIB en el trimestre se sitúa en un 5,2% sobre el anterior y un 4,1% sobre el mismo de 2019, y es muy probable que este año se cierre con una caída de la producción nacional que el Gobierno ha estimado en el 9,2% y que otras simulaciones más realistas sitúan en torno al 13%. Hay que remontarse muy atrás en nuestra historia reciente para encontrar reducciones de tal magnitud.
Los gestores de la política económica esperan que si no hay contratiempos que obliguen a dar marcha atrás, la normalización paulatina de la actividad y la “liberación” del obligado confinamiento junto con el efecto estimulante de los instrumentos crediticios y fiscales puestos en juego por el Gobierno generarán un avance más o menos rápido de los registros económicos de nuestro país. Aunque sea con fines puramente didácticos cabría distinguir tres distintas perspectivas en el contenido de eso que el Gobierno llama la “nueva normalidad” de la economía española.
En primer lugar se sitúa lo que cabría llamar el objetivo de reposición. Es decir, lo primero que la política económica tiene que plantearse como objetivo es restañar las graves heridas que ha producido y continúa produciendo el Covid-19 en el cuerpo económico, especialmente en sectores tan importantes para nosotros como el turismo y la hostelería. Pero el aumento de la producción, la renta y el empleo dependen crucialmente del avance en la solución del problema sanitario de fondo, esto es, en el aumento de las curaciones, en el hallazgo de una vacuna y en la seguridad razonable de que las recaídas de quienes contrajeron la enfermedad y consiguieron superarla son mínimas.
Pero también depende de la velocidad de respuesta de los agentes económicos y sociales para instrumentar el relanzamiento de la actividad. Con todo siempre habrá empresas en situación marginal que decidan no continuar o reducir personal pasando del ERTE al ERE y en todo caso la fuerte contracción de la renta disponible siempre hará que el gasto de las familias se rezague hasta que los hogares refuercen su posición económica.
Una segunda etapa sería aquella en que la autoridad debería retomar los objetivos, tantas veces predicados de reformas en el mercado laboral, en el sistema fiscal y en la necesaria capitalización humana y tecnológica que permitan un crecimiento de la productividad que contribuyera a fortalecer nuestro sistema económico haciéndolo más flexible y competitivo, facilitando así su crecimiento a largo plazo.
Tal vez un análisis convencional del futuro económico debería terminar aquí. Sin embargo mi impresión es que el largo y drástico confinamiento al que el virus ha sometido a los españoles ha permitido una reflexión pausada que, en mi opinión, ha desembocado en una identificación de los fallos del sistema y a la sensación de que hay aspectos insatisfactorios que es necesario modificar. Entraríamos así en una tercera perspectiva de revisión del comportamiento social. A partir de las manifestaciones más recurrentes aparecidas en los medios, me atrevería a decir que hay cuatro aspectos especialmente reiterados:
Primero, las ventajas de la globalización han dejado de tener un carácter dogmático. La confianza en que la especialización de los países en la producción de bienes con mayor ventaja comparativa es la mejor opción se ha deteriorado. En tiempos de crisis la carencia de suministros de bienes y materias primas rompen las cadenas de producción creando problemas adicionales a las economías de aquellos países que han confiado en la eficiencia del comercio internacional en un mundo globalizado.
Segundo, a triste experiencia de la incalpacidad de respuesta del sistema sanitario a la grave situación creada por coronavirus, por tres motivos esenciales: la tardía decisión, por razones políticas, de proceder al inevitable confinamiento, la incapacidad de los gestores públicos para la provisión de los medios que precisaba la situación, y la relativa escasez de recursos. Una combinación de factores con alto coste en vidas humanas solo paliado por la ejemplar entrega del personal sanitario que ha desembocado claramente en una firme convicción popular de que “esto no puede volver a pasar” y, por tanto, hay una demanda intensa de que el sector público asuma con la dimensión y la eficacia necesarias la prestación de los bienes preferentes como la sanidad, la educación, la vivienda o la atención a los mayores, entre otros.
Tercero, la percepción de una desigualdad en la distribución de la renta, derivada en buena parte del elevado nivel de paro, aporta la voluntad social de eliminación de la pobreza primaria. Un objetivo loable cuya traducción concreta en programas de rentas mínimas hay que seguir cuidadosamente, para calibrar las posibilidades reales de implantación.
Y cuarto, la utilización intensiva del teleproceso en trabajos que no requieran una presencia física continua y el espectacular aumento de las compras online han supuesto un avance considerable respecto a la pausada trayectoria anterior. Estas innovaciones tecnológicas que ahorran costes y facilitan la vida diaria han venido para quedarse, más allá de su intencionalidad provisional.
En definitiva, la nueva normalidad en nuestra maltrecha economía se presenta con un perfil difícil que exige un plan de actuación coherente y detallado. Hace falta un nuevo equilibrio entre los sectores público y privado, una financiación conveniente de los déficits y del subsiguiente endeudamiento público que ofrezca una respuesta aceptable al conflicto entre una demanda de mayor papel para el sector público y una elevada dificultad para financiar un endeudamiento creciente en condiciones asumibles, una reestructuración de nuestra producción que otorgue una prioridad que hoy no tiene al sector industrial, y un conjunto de reformas de estructura que hagan posible el crecimiento potencial de nuestra economía.
No cabe duda, nos espera un futuro difícil en el marco de una política económica compleja.