El punto de mira mundial se mueve de nuevo a Irán
Las precauciones deben extremarse, pues el antiguo orden no ha sido sustituido por uno nuevo
El estrecho de Ormuz ha vuelto a convertirse, durante la Cumbre del G7, en el centro de gravedad de la geopolítica internacional. Después de que Donald Trump culpara a Irán de perpetrar sendas explosiones en dos petroleros (uno noruego y otro japonés) en el Golfo de Omán; de que el régimen de Teherán derribara un dron estadounidense al afirmar que violó su espacio aéreo mientras que desde Washington se aseguraba que sobrevolaba aguas internacionales; y de que, incluso, Reino Unido se hubiera sumado a esa escalada de tensión al interceptar un petrolero iraní en aguas de Gibraltar, los acontecimientos han continuado sucediéndose durante este verano en una peligrosa espiral en la que el más mínimo error de cálculo podría haber acarreado consecuencias imprevisibles.
No en vano, el estrecho de Ormuz es el principal lugar de tránsito de las exportaciones de petróleo mundiales. Hasta el 20% del flujo total de crudo transportado internacionalmente atraviesa ese angosto pero profundo paso marítimo de apenas 33 kilómetros de ancho que separa las costas de Omán y de Irán. De hecho, algunos de los episodios de este nuevo serial ya provocaron, el pasado julio, un repunte del precio del crudo del 1%, concretamente el derribo por parte de EE UU de un dron iraní que, según la versión norteamericana, se acercó en demasía al buque de guerra USS Boxer, y la retención de un petrolero acusado por Irán de realizar operaciones de contrabando. Sin embargo, los efectos derivados de esta situación de incertidumbre irían más allá de lo meramente económico.
El delicado equilibrio que la comunidad internacional había logrado alcanzar con Irán empezó a resquebrajarse hace ya más de un año, cuando Donald Trump consideró que el pacto nuclear firmado en 2014 por el Ejecutivo de Barack Obama era un balón de oxígeno para el régimen del ayatolá Jamenei y se retiró unilateralmente de él. A ello hay que añadir las duras sanciones aplicadas en 2018 que, según el FMI, provocaron una reducción del 3,9% de la economía del país persa y que, a finales de este año, podría llegar a ser de hasta el 6% del PIB. Como consecuencia, los subsidios del Estado cayeron, provocando un incremento de la inflación (especialmente en productos de primera necesidad), erosión del poder adquisitivo y, como resultado de todo ello, un aumento de la emigración.
EE UU ha sabido cómo presionar a Irán, ya que la asfixia económica se ha concentrado en sus dos principales fuentes de divisas: la industria petrolera (al vetar, no solo la compra de petróleo iraní a las empresas estadounidenses, sino también amenazando con duras sanciones a aquellos países que utilizaran crudo procedente de Irán como suministro) y la industria metalúrgica. Sin embargo, Irán también está jugando sus cartas con habilidad, al anunciar un cumplimiento mucho más laxo del pacto nuclear y emprender un programa de enriquecimiento de uranio por encima de los niveles establecidos en el propio acuerdo.
Por su parte, la UE, una vez más, se había limitado a desempeñar su ya habitual papel de espectador de lujo, atestiguando su presencia únicamente de manera formal. Reino Unido, Francia y Alemania respondieron con su firme compromiso de no proliferación a las acusaciones efectuadas por Irán de haber replicado a EE UU tras su retirada del Plan Integral de Acción Conjunta (PIAC) de manera excesivamente tibia, cuando no directamente nula. Sin embargo, la apelación europea al diálogo resulta insuficiente para Teherán, que culpa a la UE de haber accedido sin objeción alguna al chantaje de EE UU, interrumpiendo la compra de su petróleo e impidiendo el acceso a líneas de crédito destinadas a financiar una economía ya de por sí suficientemente ahogada.
No obstante, y pese al destacable papel de mediador que está desempeñando Macron en el seno del G7 entre Donald Trump y Hasan Rohaní, el gran as bajo la manga de Irán es el propio estrecho de Ormuz. El petróleo supone dos terceras partes de las exportaciones totales del país y, obviamente, el estrecho es la principal vía por la que el crudo iraní llega a sus destinos. Con todo, al tratarse de la más importante ruta petrolera del mundo, Irán ya ha amenazado con un cierre total del estrecho. Esta solución, aunque poco probable, dada la voluntad de ambas partes de evitar la irrupción de un conflicto bélico, implicaría un despliegue militar en la zona que, de hecho, ya ha comenzado a producirse. En ese caso, habría que considerar, asimismo, las implicaciones geopolíticas a nivel regional, habida cuenta del grave perjuicio que Irán causaría a naciones árabes próximas como Arabia Saudí o Emiratos Árabes que, además de ser aliadas de EE UU, son de mayoría suní y, muy especialmente en el caso de la primera, compiten directamente con Irán por el liderazgo del mundo musulmán.
A Donald Trump, por lo tanto, se le están acumulando los problemas, ya que a la guerra comercial y tecnológica con China hay que sumar la persistente inestabilidad que representa la región del Golfo Pérsico. Asia, por lo tanto, se está convirtiendo desde la perspectiva estadounidense en un potente catalizador que acelera la desintegración del sistema internacional multilateral. En el ámbito de las relaciones internacionales se debe operar siempre muy cautelosamente ante la posibilidad de introducir el más ligero cambio que distorsione cualquier frágil equilibrio. Las precauciones deben extremarse cuando nos hallamos en una situación en la que el antiguo paradigma en crisis aún no ha dado lugar a uno nuevo. Si la primera piedra en la construcción de este nuevo orden internacional consiste en políticas derivadas del América primero, el error sería imperdonable.
José Manuel Muñoz Puigcerver es profesor de Economía Internacional en la Universidad Nebrija