El acceso a los nuevos fármacos contra el ictus, desigual y limitado
Los tratamientos no se financian por igual en todas las comunidades Neurólogos y pacientes piden la misma cobertura en todo el país
El fallecimiento hace menos de dos semanas del líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, como consecuencia de un ictus, despertó en la ciudadanía el interés por esta enfermedad de la que más bien se sabe poco comparado con otras como el cáncer o la diabetes. El 64% de la población desconoce sus síntomas, según una encuesta realizada en 2017 por el Hospital Clínico de Zaragoza.
Sin embargo, después del infarto, es la segunda causa de muerte más frecuente en España, con 26.937 defunciones en 2017, y la primera en mujeres, con 15.382, según las últimas estadísticas del INE. Además, es el principal motivo de discapacidad en adultos. “Si no te mata, lo normal es que te incapacite”, advierte Julio Agredano, presidente de la Fundación Freno al Ictus.
Cada año se detectan 120.000 casos nuevos. El 55% de los pacientes se recupera o padece secuelas mínimas, el 30% queda discapacitado y el 15% fallece. “No hay ningún cáncer que tenga esta dimensión”, señala Agredano.
Lo grave es que la situación solo va a empeorar en los próximos años. Debido a que el riesgo de sufrir esta enfermedad sube con la edad y la población europea tiende a envejecer, el número de episodios en la UE aumentará un 34% entre 2015 y 2035, según un estudio del King’s College London encargado por la Stroke Alliance for Europe.
Las cifras
1.989 millones de euros anuales cuesta el ictus a la economía española, según estimaciones de la SEN.
120.000 casos nuevos se registran al año en el territorio español, a razón de 187 por cada 100.000 habitantes.
El ictus es una enfermedad cerebrovascular que se origina cuando la formación de un coágulo impide el paso de la sangre que lleva oxígeno y glucosa al cerebro. Puede ser de tipo isquémico, cuando el tapón obstruye la circulación, o hemorrágico, cuando se rompe una arteria cerebral y se produce un sangrado.
Ante la falta de oxígeno, las neuronas que controlan el funcionamiento del organismo sufren daños irreversibles, lo que se manifiesta en el adormecimiento o la pérdida repentina de fuerza en la cara, brazos y piernas de un lado del cuerpo (el opuesto al hemisferio afectado), dificultad para hablar (la lengua se traba) y dolor de cabeza intenso.
El 80% de los casos son prevenibles porque los desencadenantes más comunes son la hipertensión y la arritmia, que pueden controlarse a tiempo. El consumo de alcohol, tabaco y drogas, una dieta poco saludable y la falta de ejercicio también predisponen a sufrir este mal. No en vano, aunque la incidencia es más alta en personas mayores de 50 años, entre el 25% y 30% de los pacientes tiene menos de esa edad, situación que los especialistas asocian a estilos de vida inadecuados.
El tratamiento se basa en anticoagulantes orales. El más usado es la warfarina, una pastilla con más de 50 años en el mercado que inhibe la vitamina K, clave en la formación de los coágulos, pero que obliga al paciente a someterse a pruebas periódicas para evitar que un licuado excesivo de la sangre le provoque hemorragias. En cambio, los de última generación, como el dabigatrán y apixabán, actúan directamente sobre los trombos y no presentan ese riesgo.
A pesar de que las sociedades científicas recomiendan el uso de estos últimos, en España el acceso a ellos es limitado y desigual debido a trabas administrativas. “La fundamental es el visado”, dice María Alonso de Leciñana, coordinadora del grupo de enfermedades cerebrovasculares de la Sociedad Española de Neurología (SEN).
Como se trata de pastillas caras, para que un paciente pueda comprarlas con la ayuda del Estado necesita que un inspector del servicio sanitario de su comunidad autorice la prescripción.
Pero mientras autonomías como Cantabria no exigen siquiera el permiso, otras como Madrid y Cataluña son menos flexibles con los fármacos más avanzados. Las más restrictivas se amparan en que el informe de la Agencia Española del Medicamento, que fija los criterios de concesión del visado, no los recomienda como primera opción.
Alonso de Leciñana sostiene que ese informe, revisado por última vez en 2016, “está anticuado y no recoge las evidencias científicas, lo cual es un error”. Esto pone a los neurólogos ante una difícil tesitura. Saben que hay tratamientos más seguros que el Sintrom (nombre comercial de la warfarina), pero se abstienen de recetarlos porque muchos pacientes no se los pueden costear.
Agredano, que sufrió un ictus hace ocho años, precisa que mientras una cajetilla de Sintrom cuesta 3 euros (con el descuento del Sistema Nacional de Salud), el precio medio de los nuevos anticoagulantes (sin la subvención) es de 90 euros. “A corto plazo, el coste es más alto, pero a largo plazo reducirá el gasto sanitario porque el paciente necesitará menos seguimiento para ajustar la dosis”, defiende.
Julio Zarco, director del área de personalización de la asistencia sanitaria del Hospital Universitario San Carlos, achaca la heterogeneidad en el acceso a la falta de una política común en todo el territorio nacional que debe venir de arriba. “El Ministerio de Sanidad tendría que ejercer un liderazgo sobre los servicios de salud y no dejar este tema al albur de las comunidades”, opina.