El Estado no admite ni más gastos ni menos impuestos
Los planes de Sánchez y Casado no encajan en la delicada situación fiscal, con la economía en franca desaceleración
Uno de las acrobacias más chispeantes del circo electoral que empezó hace ya unas cuantas semanas y que se mantendrá en cartel hasta finales de mayo es la subasta fiscal; las promesas disparatadas de los partidos políticos que sin encomendarse al rigor de las matemáticas y sin el más mínimo respeto por los números ofrecen refrescantes caramelos de los alpes a todo el mundo con la pólvora del rey. Seguramente poca gente decide su disputado voto en función de estas promesas; pero si alguien cae en la humana tentación de hacerlo, que aplique elevadas dosis de escepticismo a su decisión. Que piense que el papel lo aguanta todo, y no se crea nada.
Los políticos, especialmente aquellos que nunca sobrepasaron la condición de aspirtantes a gobernantes ni gestionaron una cuentas de resultados, son la única especie a la que le salen siempre las cuentas, que generalmente se limitan a sumas y multiplicaciones. Otra cuestión es que le salgan a la caja de caudales públicos sobre la que se sientan para pagar todo lo comprometido.
Un análisis superficial de las propuestas económicas del Partido Popular y del PSOE conocidas hasta ahora, y de la clamorosa ausencia de otras imprescindibles, revela notables inconsistencias y elevados riesgos de meter al Estado en problemas de solvencia en el medio plazo. Una circunstancia que, habiendo esquivado el borde mismo de la quiebra hace tan solo media docena de años, raya la negligencia temeraria. No merece mucho la pena pasar el escáner a las propuestas fiscales del resto de los partidos, porque sus opciones de gobernar son nulas, aunque si forman parte de una coalición gubernamental o parlamentaria lograrán colocar las más sexis para engordar su ego político. Pero tanto las de PP como las de PSOE, en torno a los cuáles se formará el futuro Gobierno del país, deben ser consideradas con seriedad.
El Partido Socialista ha diseñado un programa con 110 medidas que flotan en una ambigua inconcreción en su mayoría, con algunas que proponen una cosa y su contraria con rimbombantes declaraciones de principios, y con una docena larga que explicitan gastos inmediatos, algunos de ellos de difícil cuantificación por la demanda infinita que pueden provocar, como la gratuidad de la sanidad bocodental o la enseñanza gratuita desde el año cero hasta el tercero.
Para compensar este rosario de gastos no cuantificados, además de otros implícitos como el que generará un sistema de pensiones con rentas vitalicias revalorizadas con el IPC, propone un buen número de subidas de impuestos ya conocidas a las rentas elevadas en el IRPF, una serie de tasas nuevas a la actividad tecnológica y a la financiera, y más impuestos a las actividades más contaminantes. Justo las que estaban ya incorporadas en los Presupuestos y que han quedado en el aire por la falta de consenso político y por la disolución de las Cortes, y que no aportarían más de 5.500 millones de euros, en caso de cumplirse las más optimistas previsiones recaudatorias de la Hacienda. Por tanto, al igual que el propio proyecto de Presupuesto rechazado, las medidas económicas del programa de Sánchez no son financieramente viables, y de aplicarse, su saldo estaría más cercano de incrementar el déficit fiscal que de reducirlo, tras dos años cuasi baldíos que solo han logrado llevar el déficit apuradamente por debajo del 3% por la gracia del ciclo. Además, Sánchez insiste en el programa, sin más detalle, en forzar la máquina de los impuestos con intensidad para llegar a la presión fiscal de la eurozona, para lo que faltan media docena de puntos.
Pero las propuestas del Partido Popular, de las que solo existe prueba verbal en las declaraciones de Pablo Casado, no tendrían mejor desempeño fiscal en el medio plazo. No se conoce detalle de su política de gasto, aunque salvo iniciativas populistas como las rentas mínimas vitales y otros subsidios, no distarán mucho de la barra libre que promete el PSOE. Su propuesta fiscal tiene un coste de más de 17.000 millones de euros anuales para empezar, que sería inabordable por las cuentas del Estado si se suelta de golpe toda la munición: bajar al 40% el máximo del IRPF (coste de cerca de 6.000 millones si afecta a todos los tramos de forma proporcional); suprimir los impuestos de Donaciones y Sucesiones (2.400 millones), Patrimonio (950) y Actos Jurídicos Documentados (1.800); y reducir al 20% la presión para las empresas (otros 6.000). Todo ello sin contar el quebranto de una deducción adicional en la base del IRPF por hasta 8.000 euros por contribuyente por el ahorro generado para complementar la pensión, tal como está ahora fijada para ese mismo fin la capitalización de fondos de pensiones.
Estas propuestas, a las que debemos añadir el mismo propósito de revalorizar las pensiones con el IPC, no hay Presupuesto riguroso que las aguante, salvo que el déficit fiscal vuelva al 5%. Un ejercicio de ficción política y presupuestaria que acomodase, en un de todo punto imposible gabinete Sánchez -Casado, las aspiraciones de ambos, llevaría el déficit a valores rayanos a la insolvencia.
Eso si: ni uno ni otro dice cómo se costearán las pensiones de Segurdad Social, que generan ya ahora un déficit anual de 18.000 millones de euros, y que se elevará en próximos años por la llegada de cada vez más pensionistas, cada vez más longevos, cada vez con carreras de cotización más dilatadas y cada vez con cuantías iniciales más altas. Ni se puede subir el IPC a las pensiones, ni dispondrá ningún Gobierno de los cinco años que pide Sánchez para equilibrar las cuentas de la Seguridad Social, salvo subida severa de cotizaciones y recorte no menos severo de nuevas prestaciones. El mercado financiero echará el alto bastante antes, porque la espiral del déficit lo precipitará.
El alegato de que la política económica “favorecerá el crecimiento robusto y la creación de empleo de calidad, (...) que reduzca las desigualdades y fortalezca la cohesión social, que además será compatible con la consolidación fiscal, la reducción del déficit y de la deuda” es universal: está expresado así en el plan de Sánchez, y no me cabe duda alguna de que Casado lo suscribe como si lo estuviera en el del PP. Es tanto como dar por bueno que el rigor fiscal se acredita con decirlo, y que es compatible con propuestas expansivas de gasto y contractivas de ingresos que descuadran todo intento de reducir el déficit. Que esté en los programas no debe extrañar a nadie, porque el compromiso con la estabilidad financiera del Estado es obligado en la UE, aunque unos lo honren más que otros. Si en cuatro años de crecimiento generoso no se ha logrado reducir el peligroso nivel de deuda pública, ¿alguién se cree que se hará ahora con extemporáneos incrementos de gasto o agresivas reducciones de impuestos? ¿Hará ver alguien a Sánchez que no es momento de gastar lo que no se tiene ni de subir los impuestos cuando la actividad se está frenando? ¿Reparará Casado en que la delicada situación de las finanzas públicas no admite una bajada radical de impuestos, salvo una reducción de gastos igual de radical? Todo es posible escalonadamente si se dispone de un crecimiento robusto (3%, mínimo); pero, por favor, primero generar, con fiscalidad que premie la actividad, y luego, distribuir.