Llega la redistribución a lomos de las empresas
Las compañías pagarán el 14% más por Sociedades y un 7,5% más en cotizaciones a la Seguridad Social
Siempre hemos defendido desde aquí que el mejor Presupuesto público es el que pasa desapercibido para la actividad económica, el que logra que siga siendo más numeroso el colectivo que está pendiente de cuánto le dan, que el que vigila cuánto le quitan. El que no interfiere en las decisiones de gasto e inversión de los contribuyentes, los autónomos y las empresas, y deja las manos libres para disponer de una mayor proporción de la renta generada para consumir o para invertir. El proyecto presupuestario presentado ayer por la ministra de Hacienda no cuenta con estos atributos, y sí con algunos de los opuestos, pues contiene un incremento notable de la presión fiscal, que absorberá en impuestos hasta un 35,5% de la riqueza generada, un punto completo más que las cuentas de 2018. Y un aviso a navegantes: esta ratio seguirá creciendo en los próximos ejercicios si es este el Gobierno que administra el Estado hasta acercarse a los niveles de presión tributaria de los países del entorno, que se mueven por encima del 41%.
Si hasta ahora los heraldos conservadores pregonaban cada año la letanía de que cada Presupuesto era el que iba a consolidar la recuperación, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, sin pelos en la lengua para el cuerpo a cuerpo ideológico, y con querencia a la proclama electoral, admite que “estas son las cuentas del punto de inflexión; este Gobierno pisa la calle, y por eso elabora un Presupuesto que supone el cambio de rumbo hacia la redistribución de la riqueza, el fortalecimiento del estado de bienestar, el combate de la desigualdad, la justicia social y el auxilio del precariado”.
Nada menos que 25.000 millones más gastará el Gobierno este año, un incremento absoluto que no se producía desde hace diez años, cuando Zapatero, en plena crisis, llegó eufórico de la cumbre del FMI y dijo haber entendido que se trataba de gastar dinero, de practicar el keynesianismo castizo. Y para ello, y dado que el déficit fiscal no podrá superar el 1,3% del PIB por imposición de las Cortes, los ingresos deberán subir notablemente.
Nada menos que un 9,5% para lograr unos 20.000 millones adicionales de ingresos, que se antojan de complicada obtención a juzgar por el crecimiento esperado para la actividad. Con una economía en franca desaceleración, con una estimación de avance del PIB de solo el 2,2% frente a tasas del 3% en años pasados, parece difícil lograr un avance de la recaudación tan abultado. Pero parece aún más arriesgado que complicado, puesto que la economía es muy sensible a los costes y no otra cosa que costes para empresas y particulares son las subidas de impuestos planificadas, así como la creación de al menos dos figuras tributarias nuevas. El papel lo aguanta todo, pero conviene estar alerta porque con el punto de inflexión en la distribución, podría cohabitar también el punto de inflexión en la generación, y convertir las cuentas del Gran Capitán en las de la lechera.
Los impuestos de los particulares tienen un comportamiento razonable, hasta coherente con el avance estimado para el consumo y el empleo (variable sobre la que el Gobierno no se atreve a dar cifras cerradas); pero aquellos que soportan las empresas tienen avances poco justificables para un crecimiento de la economía tan modesto como el 2,2% (3,8% nominal). Y es ahí precisamente donde está el riesgo para la actividad económica: en los costes librados a las empresas, tanto en el Impuesto de Sociedades, que crece un 14,1%, como en las cotizaciones a la Seguridad Social, que se elevarán un 7,5%, además de un sobrecoste en la franja salarial más baja por la elevación del SMI. La remuneración de los salarios de los trabajadores no cualificados será este año de 123 euros por cada 100 el año pasado, y otro tanto ocurrirá con la aportación a la Seguridad Social por tales trabajadores, mientras que la aportación por los más cualificados se elevará en un 7%.
El Gobierno ha querido pasar la factura de la redistribución a las empresas, y quiere seguir practicándola en años sucesivos sobre los mismos lomos. La ministra de Hacienda fue ayer muy explícita: “La presión fiscal tiene que acercarse más a la media de la Unión; veremos como se comportan este año los ingresos aportados por las empresas, y actuaremos en consecuencia, tanto en el tipo como en las deducciones y exenciones; pero lo lógico es que paguen como en Europa, pues es en Sociedades donde está el diferencial de la presión fiscal; no puede ser que una gran corporación pague menos impuestos que un autónomo o que uno de sus empleados”.
También desde aquí hemos defendido que el estado de bienestar futuro precisa de más recursos y que inevitables parecen impuestos más elevados. Otra cuestión es de dónde se obtienen para no parar la máquinaria de la generación de riqueza, sin la cual no hay reparto que valga. A todos nos gustaría un estado nórdico en los gastos y los ingresos, pero lograrlo con una economía mediterránea costará mucho tiempo.
Este Presupuesto está, en todo caso, escrito en el agua por las dificultades para sacarlo adelante en el Parlamento, donde cuenta el Gobierno con las mismas opciones que tiene el Madrid, a diez puntos del Barça, de ganar esta liga. Las intenciones de Sánchez son explícitas: un giro social intenso con el debido respeto a la disciplina fiscal, dos caras cuyo acuñado en la misma moneda es cada vez más complicado por el apocamiento del ciclo económico. El giro social es opcional y Sánchez lo ha hecho suyo porque su objetivo primero es lograr la bendición electoral de la que carece. Pero el rigor fiscal es obligatorio si queremos que el mercado nos refinancie a buen precio los 209.000 millones que tiene que emitir el Tesoro y los más de 200.000 adicionales que los agentes privados tienen a préstamo de inversores foráneos y que deben ser también refinanciados. Hacienda prevé con mínima convicción un déficit del 1,3%, anhela un 1,8%, y se expone a que llegue al 2,4% si tiene que prorrogar las cuentas de Rajoy.