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Tribuna
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La telaraña del independentismo

Como sector de la derecha más conservadora, heredera de una burguesía que supo mantener sus privilegios incluso en el franquismo, hoy en connivencia con ERC, un partido que ignora el sentido de la historia para recoger la antorcha nacionalista de comienzos del siglo anterior, más la CUP, defensores de una sociedad en las antípodas ideológicas de las oligarquías impulsoras.

Esta alianza, la madre de todas las contradicciones posibles, apuesta por una ruptura nacionalista como prioridad. Como si esta por sí misma fuera capaz de superar los intereses de clase, como si la independencia cambiara de un plumazo la situación de las clases medias y trabajadoras, la movilidad social, las crecientes desigualdades o la formación de capital. Las necesidades objetivas y urgentes de tantas personas que sufren los recortes de la crisis quedan en un segundo plano, mientras se construye el cuerpo institucional de la nación. Prescinden de los valores internacionalistas y de solidaridad de la izquierda para entrar en el juego interesado de un dirigente y una formación bajo sospecha, que apuestan su destino político a una última carta.

Se trata de los sectores más tradicionalistas del catalanismo, con apellido y árbol genealógico contrastado, provenientes de los restos de la aristocracia y nobleza rural, la burguesía capitalina, las asociaciones de botiguers, profesionales liberales cercanos al poder, políticos y altos cargos de la Administración autonómica. Esta nueva oligarquía, constituida en todos estos años al amparo del poder político autonómico, los caciques en versión siglo XXI, no ha tenido escrúpulos en utilizar la épica del independentismo para enriquecerse, mientras construían su legitimidad para encabezar el procés con un discurso heroico de enfrentamiento con los sucesivos Gobiernos en Madrid.

La gran habilidad de las legislaturas pujolistas ha sido apropiarse de la identidad nacionalista, aglutinando en torno suyo a un abanico interclasista y haciéndoles creer que lo único importante era la independencia, porque de ello dependía todo lo demás. Las élites influyentes han mantenido vivos los iconos y con paciencia benedictina y marketing han ido creando el magma fundacional.

A la reivindicación moral, como activo, de los años del franquismo, y a la recuperación de las transferencias durante la Transición, presentadas como un tour de force –una victoria sobre el adversario–, han sumado los agravios hacia el Estatut y la actitud inmovilista de un PP incapaz de gestionar las diferencias, más preocupado por sobrevivir a sus propios casos de corrupción.

Los partidos independentistas quieren hacer creer a los ciudadanos de Cataluña que el hermanamiento en la estelada solucionará los déficits económicos, sociales y políticos, que las diferencias de clase desaparecerán por encanto, igual que el desempleo o las desigualdades. No habrá corrupción ni recortes en sanidad, educación o pensiones y todos vivirán felices en un país maravilloso, aunque solo sea porque será un país construido y administrado por ellos mismos. Esta autocomplacencia o complejo de superioridad subyacente se ha esparcido por goteo en estos últimos 30 años a través de la educación, gracias al monopolio del poder y la subvención contrastada a determinados medios de comunicación.

Este enredo secesionista, si cabe más complicado tras las últimas elecciones, ha terminado por lanzar los caballos al precipicio como única salida, sin pensar en las profundas grietas que se están abriendo en la convivencia entre las personas que viven en Cataluña y entre Cataluña y el resto de España.

No tiene sentido agitar hoy la bandera del nacionalismo, más propia de los deseos de ascenso social y acumulación de capital de las burguesías autóctonas en otro momento histórico. El manifiesto capitalista hace tiempo que se juega en otro tablero, la política y la economía atienden a otras llamadas, tienen otras dimensiones territoriales, buscan otras alianzas, y en donde ser pequeño no es precisamente una ventaja. La mejora de la sanidad, la educación, la cultura y el empleo, la protección de los derechos sociales y la igualdad de oportunidades no puede darse en el compartimento estanco de un nacionalismo egocéntrico, pretenciosamente superior, insolidario con tantas personas que son parte de su historia y financiado por intereses bajo sospecha.

Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor

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