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Tribuna
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La legislatura del cambio

Cuando ayer el presidente del Gobierno firmó el decreto de disolución de las Cortes, un halo de cierta nostalgia corre paralelo a la sensación de que un nuevo marco y cambio en las formas, en los discursos y en las políticas está próximo. Más allá de un profundo rejuvenecimiento en personas, la undécima legislatura será, y solo puede ser, la de la renovación y la del fortalecimiento de la política, las instituciones y las estructuras del Estado. Esta vez sí. La clama y declama la sociedad civil, por muy débil que sea, pero que estos años ha demostrado e impulsado un cambio del que todos son conscientes, y lo exigen los propios partidos, los dos que han sido hegemónicos y los dos emergentes que abrigan más esperanzas de un cambio que protagonizarán pero que quizás no lideren como pretendían.

Un tiempo nuevo y una época y etapa igualmente nuevas piden paso. Regeneración, pero esta vez de verdad, con ahínco y hondura, y no meramente superficial, en las actitudes y en los compromisos, en las fórmulas y los discursos, pero también en las políticas públicas. Transparencia y decidida lucha frente a la corrupción y el fraude sempiternos y que todavía están y son. Diálogos y consensos como no se recuerdan en las últimas tres décadas. Legitimidad y legalidad. Hagamos normal lo que a nivel de calle es normal, simplemente normal, como en su día dijo e hizo Adolfo Suárez. Reescribamos esa nueva página que está aquí, que se siente y presiente entre todos. Es el futuro el que lo exige desde este presente donde hemos aprendido y sido conscientes de muchas cosas. La sociedad, el ciudadano, nunca ha sido más consciente del momento y la época que vive, salvo en 1977 y aquellas elecciones de 15 de junio. Salvando las distancias y cuidando las equidistancias precisas, estas, las de 20 de diciembre, respiran un mismo oxígeno a aquellas en la mente y conciencia de los ciudadanos.

Una legislatura que debe llevarse alguna hojarasca, la que envuelve la cotidianidad de la política. De la ausencia de crítica. Recuperemos con grandeza la política y, con ello, lo público de un modo omnisciente y deliberado, permisivo. Dignifiquemos la política, el espacio de lo público, donde estamos todos, gobernantes y gobernados, Estado y sociedad. Recuperemos la credibilidad, la convicción, la capacidad, la confianza y la coherencia. Que prime el servicio y la democracia, no el partidismo y la autocracia interna.

Es hora de asumir una responsabilidad ética, límpida y nítida, objetiva y veraz. Después de la democracia solo hay totalitarismo y autoritarismo, antes, lo mismo. Es hora de reivindicar la política y una sociedad comprometida y seria. Recuperemos la dignidad, la honestidad desde la renovación y la regeneración. Todos los partidos deben dejar que lo nuevo se instale allí donde lo viejo no funciona. Regeneremos con firmeza y cirugía. Bisturís claros, también en las cúpulas, los ábsides y los contrafuertes, bóvedas y arquitrabes.

No sigamos politizando las instituciones, una tras otra y al tiempo narcotizado y anestesiado en una indolencia permanente a toda la sociedad. Y en medio el ciudadano, el protagonista ausente, el mero convidado de piedra que ni siquiera discrepa, reflexiona y critica. El espectador silente y manipulado que pierde incluso el valor de la tolerancia, del respeto, de la dignidad del otro, de la libertad y el criterio propio. Dignidad y libertad. Reflexión y acción. Respeto a nosotros mismos, a una sociedad que debe respirar sin respiradores automáticos.

¿Qué fue de la política? Quisimos ser indiferentes, del primero al último, fijarnos en la circunstancia, no en la esencia. Muchas voces críticas eran y siguen estando silenciadas. Rompamos los viejos lastres, los que nos lastraron y lastran. Saltemos del lomo de mula vieja que tanto denunció el poeta de los campos de Castilla. Serenidad crítica, constructividad objetiva. Desde la prudencia. Pero recordemos las anotaciones de Napoleón al príncipe de Maquiavelo, en su nota 680: “No somos realmente auxiliados más que cuando las gentes por quienes queremos serlo saben que somos invariables”.

Amnésicos recordando, ciegos viendo, sordos escuchando. No sigamos por este camino. Sino por el de la rectitud y el de la decisión. El del coraje y la audacia. No sigamos hincando rodillas ante el gigante de los molinos de la nada y la voracidad de unos pocos. Con ella los vientos de una corrupción y una podredumbre moral y ética que tenía atrapada a sus propios valedores, no todos, pero sí muchos que cayeron en la tentación de servirse desde lo público para lo privado. Bolsillos de cristal, conciencias de papel. Es hora de reivindicar la política.

Regenerar una sociedad, regenerar la vida política, el consenso, las reglas de juego tantas veces traspasadas deliberada y caprichosamente. Regenerar y liderar. Levantemos la hojarasca, limpiemos la costra con bisturís afilados de prudencia y de arrestos de decisión, con vientos de convicción y la fuerza que la verdad y la razón nos depara y está de nuestro lado. Reivindiquemos la honestidad, la dignidad como país y sociedad. Reivindiquemos la política.

Abel Veiga Copo es Profesor de Derecho Mercantil en Icade.

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