Mea culpa
La corrupción lo ha empapado todo, como si fuera una de esas lluvias monzónicas que todo lo anegan y pudren. Hay malas noticias: no es cosa de una minoría de políticos, no; es cosa de todos. Lo que ocurría en Andalucía con los ERE y las subvenciones a los falsos cursos lo sabían los millares de involucrados y, en mayor o menor grado, sus familiares y amigos.
La mordida (el robo organizado y sistemático) del 3% o el 4%, o lo que finalmente haya sido, de gobernantes catalanes en las obras públicas y en muchas otras actividades económicas, a falta de las sentencias correspondientes –si es que llega a haberlas–, era conocido, participado necesariamente y callado tras un pesado muro de silencio por muchas personas. Los trapicheos sinnúmero relacionados con Gürtel y los escándalos de corrupción en Madrid y muchos otros lugares eran irrealizables sin el concurso silencioso, aquiescente y, a menudo, recompensado de muchas personas.
Del mismo modo que no he visto una sola reacción popular masiva de catalanes exigiendo explicaciones a los Pujol sobre una gigantesca fortuna que les permitió comprar las sucursales del Santander y hacer otras operaciones millonarias, tampoco la he visto en Andalucía para exigir limpieza en la gestión de los ERE y en las ayudas a la formación. Y tampoco se han visto manifestaciones multitudinarias (más allá de las de los antisistema) en Madrid, Parla, Galicia u otros lugares pidiendo con indignación la dimisión y el encarcelamiento de los corruptos.
Supongo que entre quienes lean estas líneas algunos recordaran una situación que era muy frecuente presenciar hace unos años, cuando estábamos en la cresta de la ola del crecimiento (de ese que, ahora lo sabemos, estaba dopado), entre los grupos de amigos o conocidos: me refiero a, cuando en una reunión se mencionaba que tal o cual había dado un pelotazo, haciendo negocios poco claros y casi todo el mundo se llenaba de razón para decir que ellos también lo harían si pudieran. Seguro que han vivido alguna escena como esa. Que la corrupción haya llegado hasta aquí solo puede explicarse por la existencia de amplias capas de la población que han sido tolerantes con la falta de escrúpulos, de otro modo hubiera sido inviable. En España, a quien denuncia estas tropelías, lo llamamos chivato, en vez de pensar que es alguien que está activando una alerta ética (incluso aunque lo haga por razones espurias).
Sé que quedan personas públicas y ciudadanos de a pie que pueden considerarse referentes éticos, personas ejemplares. Curiosamente, no suelen ser los que más levantan la voz ni los más visibles. Aparte de estos, todos los demás deberíamos ponernos a reflexionar y a recordar las ocasiones en que nos sumábamos eufóricos a ese yo también lo haría si pudiera.
En esa aceptación complaciente está el elemento posibilitador imprescindible de la marea de corrupción. Sin embargo, ese reconocimiento de la culpa en uno mismo no es nada fácil. Lo fácil es verlo en los demás. Aquello que nos aterra ver en nosotros lo proyectamos en quienes nos rodean para poderlo repudiar. Si nos aferramos a este mecanismo de defensa no podremos salir del fango en que, como sociedad, estamos metidos. Necesitamos reflexionar en silencio, individualmente, hasta llegar a darnos cuenta de que en las manos de cada uno de nosotros está la única posibilidad de transformar nuestra sociedad, nuestro país.
Hemos creído que hacer que las cosas estén ordenadas, bien hechas, limpiamente hechas, era algo que correspondía a “los de arriba” o, en todo caso, a otros. Sirva como ejemplo lo que hace unos días el presidente del Congreso decía, en relación con el control de los viajes de los diputados: que no pensaba ejercer de controlador, que el Congreso no es un colegio. Su comentario dejaba ver sus prioridades –preservar la dignidad de su cargo– y entre ellas no estaba dar transparencia y seguridad ética a los ciudadanos en un aspecto tan extremadamente sensible hoy día. ¿No puede el presidente del Congreso, en la situación en que estamos, articular un sistema transparente de seguimiento de los viajes y actividad de los diputados, como hay en otros países? ¿Quién si no debe hacerlo? No es mucha la gente que se considera responsable plena de que su actuación sea íntegra en su pequeño o gran ámbito de acción.
Creo que una de las maneras en que puede medirse el éxito de una democracia es el número de personas que se sienten así de responsables en lo que de ellas depende, que no miran al de arriba que incumple para justificar su propio incumplimiento. En este sentido, creo que queda mucho por hacer en nuestra socialización democrática.
Juan San Andrés es consultor y experto en recursos humanos.