Otra legislatura desaprovechada
Con la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado del próximo año culmina una legislatura de nuevo perdida para el cambio del modelo estructural de crecimiento de la economía española. Para más abundamiento, la reciente reforma fiscal tampoco pone las bases de una mejor redistribución de los impuestos, ni dota de más medios a las unidades antifraude, ni entra en los grandes nichos de evasión tributaria. Es insuficiente y se queda en formulaciones anecdóticas –en parte electoralistas– que no solucionan ninguno de nuestros problemas. Indudablemente, este Gobierno pasará a la historia como uno de los más reformadores de nuestro recorrido democrático, pero con un parcheado que en la misma medida se revela ineficaz, como se está demostrando. Y atención al impacto económico que produce esta inseguridad jurídica, que limita la capacidad predictiva de familias y empresas (de dentro y fuera) a la hora de planificar sus inversiones.
Las reformas no atajan ni resuelven los déficits fundamentales de nuestra economía. La necesaria reforma fiscal en profundidad, primera avanzadilla de todas las batallas que precede a una elaboración de unos presupuestos generales potenciadores de un cambio de tendencia en los motores del crecimiento, sencillamente, no existe. Y sin un sistema fiscal progresivo, que haga pagar más a los que más tienen, limite la reducción y enmascaramiento de impuestos de las grandes empresas, reduzca la economía sumergida y evite la evasión a paraísos fiscales de los grandes capitales, los presupuestos no estarán dotados de los recursos suficientes –otro tema es el debate sobre la voluntad política o las prioridades– como para financiar las necesidades de nuestra sociedad del bienestar en una economía globalizada. Aunque eso no quiere decir que con los recursos actuales no podrían haberse emprendido otras políticas. Curiosamente, España registra una de las más fuertes presiones fiscales de los países de la UE y, sin embargo, tiene los menores índices de recaudación.
Desmantelada la industria, con un sector agroalimentario con márgenes débiles de crecimiento por la competencia con países menos desarrollados y bajos salarios, y con el sector de la construcción tocado y hundido, España no tiene hoy, realmente, vectores de crecimiento sólidos. El turismo está cerca de tocar techo (en todo caso no sería suficiente) y la exportación, efectivamente, tiene recorrido, pero hemos empezado demasiado tarde y además está mediatizada por nuestra dependencia tecnológica y se subordina a la situación económica de la UE, nuestro principal cliente. La cuestión está en la tradicional adscripción de nuestro empleo, sostenido por actividades que, en su momento, precisaban de abundante mano de obra – y aún así las tasas de paro nunca han bajado del 7-8%–, justo lo contrario de las exigencias actuales, y más aún futuras, de la nueva economía tecnológica globalizada. De seguir así, se puede pronosticar que en el año 2020 no bajaremos del 18% de desempleo, en el mejor de los casos. Situación inasumible para amplias capas de la población, de los jóvenes en paro desde el inicio de la crisis o de los mayores de 45 años.
Ganar competitividad a base de recortar salarios y derechos laborales es un mal consuelo, un espejismo que tiene las patas cortas (reducción de los ingresos de las familias y del consumo). Asimismo, la precariedad en el empleo y los contratos basura introducen efectos tóxicos en el consumo de bienes –de los no perecederos especialmente– y en el sistema económico en general, además de influir en la calidad del capital humano de las empresas. Con el anzuelo de reformas tangenciales en la economía y tibios estímulos fiscales, hemos estado preocupados, sobre todo, por frenar el exceso del gasto y la justificación de la deuda ante Bruselas. La situación actual reúne las piezas de una función dramática, la merma significativa del apoyo a la investigación tecnológica y científica, en donde muchas compañías han dejado de invertir en su modernización, en el que se han cerrado empresas de cabecera, laboratorios y centros de experimentación de referencia, reducido los recursos en investigación de base, causado baja en proyectos de innovación europeos... Estamos desapareciendo de los foros punteros en investigación y desarrollo y nuestros mejores profesionales tienen que emigrar por falta de trabajo. Pero el panorama de lo que será el germen de nuestra tecnología empresarial y la creatividad del futuro no es mejor: la reducción de presupuestos en la enseñanza y la formación, el desprecio hacia el mundo de la cultura y el pensamiento, o el maltrato a la música, a las artes escénicas y hacia las actividades artísticas en general, están ahí.
Hay que decirlo con claridad, frente al optimismo y el clamor de intereses electoralistas: la recuperación en España no es sólida, ni suficiente. Tenemos un alto grado de riesgo de estancamiento y de dependencia económica. Una legislatura se esfuma sin asentar los cimientos de un modelo de crecimiento, más basado en las nuevas tecnologías y el conocimiento, o incluso en la reindustrialización de algunos sectores. La merma de salarios y derechos laborales y sociales o reducir la inversión pública en I+D+i y formación nunca podrán ser buenas recetas para un país como España, en una Europa metida ya en la segunda década del siglo XXI.
Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor.