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Columna
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La perversión de la inversión

Los ambiciosos de firmas como Goldman Sachs a veces piensan que pueden hacerlo mejor si atacan solos. Muchos fracasan, con lo que descubren que su empleador tenía más que ver con su éxito de lo que pensaban. Esto podrían demostrarlo las empresas estadounidenses que se fusionan con socios extranjeros con el fin de lograr un domicilio en el extranjero y ahorrar en impuestos.

Este tipo de inversiones están de moda, ejemplificadas por el acuerdo de 55.000 millones de dólares (unos 41.000 millones de euros) de AbbVie para comprar Shire con sede en Dublín y el intento de casi 120.000 millones de dólares por el que Pfizer pretendía adquirir AstraZeneca en Reino Unido. El presidente Barack Obama habló recientemente de la necesidad de “patriotismo económico”, y la Casa Blanca calcula que las inversiones podrían costar a la Hacienda estadounidense una pérdida de ingresos de 17.000 millones de dólares durante una década.

El ahorro de impuestos es una cosa, pero es difícil lograr grandes fusiones sin destruir valor. Y al igual que la tarjeta de Goldman, tener domicilio en Estados Unidos tiene beneficios menos cuantificables.

En mayo, Estados Unidos acusó a cinco oficiales militares chinos de llevar a cabo ataques informáticos a empresas norteamericanas, entre ellas Alcoa. Los hackers también atacaron las filiales de compañías extranjeras, pero es difícil imaginar que los federales hubieran hecho lo imposible por ayudar a aquellas cuyo signo haya cambiado recientemente.

Existe incluso un Comité de Inversiones Extranjeras en Estados Unidos, un grupo liderado por el Tesoro que revisa los temas de seguridad nacional planteados por las transacciones con los extranjeros. Aunque parezca exagerado, este organismo podría algún día bloquear una adquisición por parte de una empresa que antes hubiera sido estadounidense. El dominio económico mundial del país norteamericano está disminuyendo lentamente, pero su poder todavía acarrea beneficios a los que es difícil renunciar.

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