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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sin competitividad no hay futuro

La competitividad de una economía se mide por su capacidad para mantener, y si se puede ganar, porciones de hegemonía en el mercado, que en una economía globalizada debe entenderse como universal. En una era en la que la introversión económica ha desaparecido, en la que la libertad de movimientos de capitales, tecnología, fuerza de trabajo e incluso consumidores de los productos y los servicios es absoluta, el éxito de una comunidad económica depende exclusivamente de su capacidad para competir, vía calidad y vía precio, frente a sus iguales, y para transformarse cada vez que pierda el paso entre las preferencias de la demanda. La competitividad económica es una bicicleta de piñón fijo, de la que caes si dejas de impulsarla con el pedaleo. La economía española ha tenido un episodio de descomposición competitiva desde que entró en el euro, y que se refleja en la longevidad de la crisis, y no tiene más opciones para superarla que reducir sus costes y sus precios cada año. Sí o sí. No valen ya las devaluaciones competitivas, pero empobrecedoras, que valieron desde que el país dejó la autarquía en 1959 hasta que ingresó en el euro a final del siglo pasado.

España ha sido siempre tolerante con la inflación; en parte como consecuencia de la pujanza emergente de su economía en los sesenta, los setenta, los ochenta y los noventa, y en parte por la negligencia de las autoridades económicas, que practicaban la condescendencia con la limitada cultura económica de la ciudadanía. Las fuertes subidas de los precios que acompañaban al avance de la economía, y que no llevaban del todo aparejadas ganancias de productividad, cercenaban la capacidad competitiva de las empresas en el mercado interno y en el externo, y era obligado restituirla vía precio con sucesivas devaluaciones del tipo de cambio de la peseta. La última vez fue la cadena de hasta cuatro devaluaciones de 1991 a 1994, tras empujar el mercado financiero a la divisa, junto con otras, fuera de los umbrales que tenía adjudicados en la serpiente monetaria europea. Y puede considerarse que la economía española recibió otro empujoncito nada desdeñable cuando se fijó para el euro un cambio irrevocable en pesetas muy depreciado.

Estas cinco operaciones cambiarias pusieron en manos de las empresas españolas una poderosa arma competitiva en los mercados europeos y en los ajenos; pero la falta de celo competitivo en los diez años siguientes, con subidas de los costes exageradas, y de los precios también, provocó una pérdida acumulada de competitividad muy poderosa frente a la UME y al resto del mundo, con un déficit por cuenta corriente desconocido antes, que es el mejor reflejo del enfermizo diagnóstico de la situación.

Hoy, acabado el chorro de liquidez que la banca había mantenido durante una década por unas condiciones monetarias peligrosamente laxas, y mirando en el espejo la magnitud del endeudamiento público y privado, se aprecia la desnudez de la economía española. Una desnudez que solo puede ser vestida con un esfuerzo para recomponer la competitividad perdida y ganar cuotas de mercado en España y fuera, porque no hay muchos más motores que este para lograr un crecimiento a nivel aceptable.

El primer empujón se ha producido ya con un retroceso en el escalón de costes, fundamentalmente de los salarios, al que han contribuido varias de las tranformaciones normativas que ha hecho el Gobierno de Rajoy. Pero estamos muy lejos aún de llegar a una meta de satisfacción, y hay que hacerse a la idea de que el concepto dinámico de la competitividad exige esfuerzos permanentes.

Los sindicatos y los empresarios, con evidente retraso, han puesto herramientas en manos de las empresas y sus plantiilas para mejorar la competitividad, con un pacto de control nominal de los salarios que ha resultado efectivo. El Gobierno quiere ahora, con buen criterio, que se prolongue el esfuerzo, tanto en los salarios (y otros costes) como en los precios, abortando cuantas tentaciones de elevarlos existan en cuanto se mueva una demanda ahora anestesiada. Que no se pierda por un lado lo que tanto cuesta ganar por otro. Pero tal esfuerzo, en el que le va buena parte del futuro a la economía, debe ser cumplimentado con los estímulos precisos a mejorar el crecimiento potencial de la economía y la posición competitiva de las empresas.

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