Alternativa iconoclasta al modelo de control público
Para la designación o renovación de la cúpula ejecutiva de los órganos oficiales de control existían ciertamente consideraciones más importantes y trascendentales que las de negociar, política y consensualmente, bajo qué testas mitradas debía cobijarse la enorme y comprometida responsabilidad de fiscalizar los recursos públicos del país. Y a fortiori, cuando este y sus ciudadanos se enfrentan a una situación, sin precedentes, de crisis financiera, institucional y de valores éticos. Hubiese sido propicia la ocasión para reflexionar si se trataba de continuar con más de lo mismo o de estudiar seriamente, bajo la sombrilla de los planes de reforma publicitados, si había llegado la hora de empezar a pensar en un nuevo modelo de control de recursos públicos, que no pertenecen a los que gobiernan, sino a nosotros, los gobernados.
La filosofía de control que propiciamos -aquí y a miles de leguas de aquí- se basa en que todos los poderes del Estado están sujetos a control independiente; y que los miembros de los tres poderes clásicos, más el poder representado por los ciudadanos, perciban que tanto en su vertiente interna como en la externa el control sobre los recursos del Estado no se ejerza de manera opresora u obstaculizadora del normal funcionamiento y trabajo de los miembros del Ejecutivo, y también de los legisladores, fiscales y jueces. Este control, siendo como es moderno, está obligado a mostrarse transparentemente, independiente y, además, ágil, facilitador y asesor, en su campo de competencia, para los tres poderes, no sancionador; pero, al mismo tiempo, previniendo los riesgos -financieros, operativos, institucionales, medioambientales- que pudieran afectar la gestión y gobernabilidad del Estado, a la vez que vigilando, examinando, evaluando e investigando (i) el desempeño financiero operativo, medioambiental y ético del Gobierno; (ii) los resultados e impacto de los programas, actividades y operaciones desarrolladas dentro del marco de los objetivos gubernamentales, y (iii) el cumplimiento de la legalidad y la transparencia en todas las etapas de la gestión pública.
En esta concepción del control se informa periódica y puntualmente al Parlamento, al Ejecutivo y a la ciudadanía sobre el resultado del examen y evaluación de la cuentas y presupuestos del Estado correspondientes al ejercicio fiscal inmediatamente anterior; se coadyuva y aconseja a los miembros de los tres poderes y de los gobiernos locales para que desempeñen sus respectivas funciones dentro de un marco ético y de responsabilidad financiera, institucional y política. Además se lleva registro, y contabiliza, para poder informar al Gobierno y a la ciudadanía del coste de sus fiscalizaciones y actividades principales; se estimula la participación ciudadana -en función de una contraloría social y auditoría cívica- en el seguimiento de las actuaciones y acciones gubernamentales y del cumplimiento de las promesas anunciadas en el programa del Gobierno, y se fomenta el ejercicio democrático de accesibilidad, capacidad y rapidez de respuesta y transparencia informativa por parte del Gobierno, acompañada de sencillez de expresión y corrección de lenguaje. Este control no podrá ser permisivo del despilfarro de los dineros y recursos públicos, ni de abusos y corruptelas administrativas, ambos tipificables como delito en una hipotética, pero necesaria, revisión de los códigos penales. Una vez detectados los defraudadores y corruptos a través de las investigaciones y exámenes especiales, sus resultados, debidamente substanciados, contrastados y documentados, serán puestos en conocimiento de las autoridades judiciales, a los efectos correspondientes.
Independientemente de la filosofía y organización del modelo de control externo elegido: el Westminster, el napoleónico, el germánico, el kemmeriano o el norteamericano -preferiblemente bajo dirección unipersonal o bajo la alternativa de una colegiatura muy reducida en número de integrantes- dentro de la división de poderes en un Estado de Derecho, el control externo está, normalmente, previsto en la Carta Magna del país; y se basa en la existencia de un adecuado control interno, que prepare las condiciones y sirva de apoyo al primero. Se trata de dos jurisdicciones de control distintas, con objetivos de control diferentes, pero complementarios, en una democracia. Entre ambos constituyen la red de control sobre los recursos del Estado y, trabajando en conjunto para los tres poderes, representan un elemento sustancial a favor de la eficiencia y eficacia de la estructura operativa del Estado, y un arma poderosa en el combate contra el fraude, la corrupción, el abuso y el despilfarro de los recursos públicos.
El modelo contempla el establecimiento de un sistema nacional de control y auditoría interna que implica la creación, sobre la base institucional existente, de una oficina de control y auditoría interna de gestión, con alcance central y autonómico. Y ubicada, en el macroorganigrama del Estado y de las autonomías, no bajo ministerio o consejería alguna, sino en dependencia directa de la presidencia del Gobierno o de la autonomía. Su titular se denominaría auditor interno de gestión del Estado. Similar designación para las autonomías. Y todo esto, aunque debamos desechar existentes concepciones y estructuras seculares que nos sitúan casi en las antípodas del modelo recomendado.
Ángel González-Malaxetxebarria. Especialista internacional en gobernabilidad, gestión financiera y auditoría