Mano dura en la lucha contra el fraude fiscal
El anteproyecto de ley contra el fraude fiscal impulsado el viernes por el Gobierno constituye una ofensiva ambiciosa y contundente para atajar un problema que se ha convertido en una verdadera fuga de agua en el conjunto de los ingresos públicos. El texto de la norma, cuyo grueso se ha ido conociendo a lo largo de toda la semana, tiene como objetivo poner un muro de contención en un campo de batalla siempre relevante, pero que en la actual coyuntura económica ha adquirido una importancia estratégica capital. Entre las novedades que impulsa el Gobierno, y que se unen a la amnistía fiscal para regularizar rentas ocultas y a la limitación de los pagos en efectivo en operaciones de cuantía superior a 2.500 euros en las que al menos una de las partes sea un empresario o profesional, figura una de las grandes asignaturas pendientes en materia de control tributario: el sistema de módulos. Calificado por el colectivo de inspectores como un verdadero "nido de facturas falsas" y señalado una y otra vez por los expertos como una bolsa de fraude flagrante, la reforma del régimen de módulos constituye uno de los grandes aciertos de esta ofensiva contra la defraudación. Pese a que se creó con el fin de facilitar la tributación a los profesionales y pequeños empresarios, el régimen de módulos ha amparado y potenciado la práctica de emitir facturas falsas para propiciar una deducción del IVA o la reducción de la base imponible en el impuesto sobre sociedades. En un intento por poner el cascabel al gato y al mismo tiempo evitar cargar a las microempresas y profesionales con costosas obligaciones administrativas, el Ejecutivo ha excluido del sistema a los autónomos que facturan más del 50% de sus operaciones a otros empresarios. Colectivos considerados de riesgo en esta materia, como carpinteros, transportistas, pintores y albañiles, entre otros, están así en el punto de mira de esta reforma, que no afectará a aquellos profesionales que facturen menos de 50.000 euros.
Junto a la tributación por módulos, la estrategia del Gobierno apunta también a otra de las bestias negras ya no del control, sino de la recaudación tributaria, que la inspección ha denunciado reiteradamente en los últimos años: la dificultad de ingresar la deuda detectada debido a prácticas de vaciamiento patrimonial y cambios de titularidad ficticios. La norma refuerza sustancialmente las prerrogativas de Hacienda al permitir, entre otras facultades, la práctica de embargos en procesos penales, el control sobre los beneficiarios de aquellos bienes patrimoniales recibidos antes de la liquidación de una sociedad y el establecimiento de la responsabilidad subsidiaria de los administradores de empresas de las que se pueda acreditar que no tienen intención de pagar. Se refuerzan también las herramientas contra la evasión al declarar que la obligación de informar a Hacienda sobre rentas y valores en el extranjero no prescribe, pese a que el presunto delito fiscal a que pueda haber dado lugar la conducta lo haya hecho ya, como es habitual, pasados cinco años.
Pese a que las grandes líneas del anteproyecto son una muestra de que el Gobierno se ha tomado muy en serio la necesidad de poner coto a la defraudación y la economía sumergida, existen aspectos discutibles en el texto, como la ampliación del umbral máximo de pago en efectivo a 15.000 euros en el caso de los no residentes. Una excepción adoptada para no perjudicar el turismo, pero que constituye una grieta en el sólido plan que el Ejecutivo ha puesto sobre la mesa que sería conveniente revisar. En cualquier caso, esta futura ley antifraude supone un cambio cualitativo fundamental en el marco del control tributario en España. Su aprobación tiene como primer objetivo propiciar un aumento de los ingresos públicos, pero incluye otra función de extraordinaria relevancia en estos momentos: transmitir a los mercados y a los socios comunitarios el mensaje de que España es un país serio en el que se practica la tolerancia cero frente al fraude fiscal.