Las regiones tienen margen para recortar
Las comunidades autónomas se comprometieron ayer mayoritariamente a cumplir con el objetivo de déficit fiscal autonómico fijado para este año -un 1,5% del PIB- en un Consejo de Política Fiscal y Financiera que llegó precedido de un considerable malestar por parte de distintos Gobiernos regionales. A priori, las quejas de las Administraciones autonómicas sobre el rigor y la inflexibilidad de la línea roja presupuestaria de 2012 pueden parecer comprensibles, pero no son aceptables. Comprensibles, porque el recorte de 15.500 millones de euros que deberán adoptar las regiones va a suponer sacrificios severos y medidas impopulares, todas ellas difíciles de explicar y probablemente aún más difíciles de aceptar por parte de una ciudadanía harta de ineficiencias y sobrada de sacrificios. Pero inaceptables, porque como en la vieja fábula de Esopo, los Gobiernos regionales recogen ahora el fruto -sin duda, amargo- de lo sembrado durante los últimos años.
Horas antes del inicio del Consejo de Política Fiscal, el secretario de Estado de Administraciones Públicas, Antonio Beteta, ejercía ya de hormiga al cerrar la puerta con firmeza a las peticiones de clemencia presupuestaria. El "pues ahora baila" que el insecto del cuento replica a la cigarra se transformaba en boca de Beteta en un contundente: "No habrá flexibilidad. No tiene por qué haberla". Y, sin duda, resulta difícil argumentar que deba haberla cuando desde el año 2001 la Administración central del Estado ha reducido su personal en un 22%, mientras las comunidades autónomas lo aumentaban en un 44% y los ayuntamientos lo hacían en un 39%. Como recordaba el propio secretario de Estado, la explosión de contrataciones en el sector público durante la última década ha supuesto que el número de empleados que integran las Administraciones públicas haya crecido en más de 440.000 personas.
El exceso de personal no es el único argumento para ignorar las peticiones de clemencia de las regiones. Desde el inicio de la crisis y solo hasta el pasado mes de junio, las comunidades autónomas multiplicaron el número de entes públicos a un ritmo desorbitado -228, uno cada semana- hasta sumar una ingente masa de más de 2.000 organismos, entre empresas, fundaciones y consorcios. Una evolución cuya gravedad se entiende mejor si se tiene en cuenta que durante ese mismo periodo la Administración central redujo en 24 sus organismos y entidades públicas hasta dejarlos en 450, un número que seguirá recortando. Durante unos años en los que la austeridad en el gasto debió ser el principio rector indiscutible de la gestión pública, las Administraciones autonómica y local han crecido y gastado irresponsablemente en un ejercicio de sobredimensionamiento sin precedentes. Por ello, la firmeza del Gobierno en cuanto al cumplimiento del objetivo de déficit de este año no solo es comprensible, sino que resulta necesario y absolutamente ineludible.
Asumir el recorte de esos 15.500 millones va a resultar ingrato, pero no es imposible. Como primera tarea, las Administraciones tienen el deber de acometer una revisión integral de sus competencias para eliminar duplicidades, pulir ineficiencias y compartir -si es necesario- de forma mancomunada la gestión de los servicios que excedan la capacidad de una única Administración.
Una revisión que debe incluir un análisis bajo criterios de eficiencia del tamaño, la estructura y el funcionamiento de una organización territorial que suma 17 comunidades autónomas, medio centenar de diputaciones provinciales, más de 8.000 municipios y una trama inmanejable de organismos administrativos que dan lugar a inútiles y costosas duplicidades.
Será necesario también reducir el personal de una Administración que ha crecido en tamaño, pero no en calidad, ni en eficiencia ni en valor añadido, ni siquiera en una mejora en la percepción que de ella mantienen los ciudadanos. Y con ello afrontar la delicada tarea de repensar la dimensión y el modo de gestión y financiación de unos gastos estructurales cuyo peso resulta insoportable para las arcas autonómicas, pero en los que la educación y la sanidad deben quedar a salvo. Ninguna de esas tareas es sencilla, pero todas son necesarias. El tiempo de la flexibilidad se acabó; ahora es el momento del rigor y el cumplimiento.