La irresponsabilidad fiscal de las regiones
Desde el inicio de la crisis económica, las comunidades autónomas españolas han creado entes públicos a un ritmo desorbitado: uno por semana. Un total aproximado de 228 entidades -aproximado, puesto que existen organismos de la Administración autonómica que a día de hoy todavía no han sido contabilizados por la Administración central- es el saldo de unos años en los que la austeridad en el gasto debería haber sido el principio rector indiscutible de la gestión pública. Y no solo no ha sido así, sino que en un ejercicio de sobredimensión administrativa sin precedentes, las regiones han seguido sumando entes públicos hasta reunir 2.388 organismos, entre empresas, consorcios y fundaciones. Una cifra cuya verdadera dimensión se comprende mejor si se compara con los 454 entes con que cuenta la Administración central del Estado, 24 menos que al inicio de la crisis.
Si ese parque de entidades públicas es difícil de justificar en cualquier coyuntura económica, en la actual resulta especialmente inaceptable. Más aún cuando ese crecimiento se ha producido en un periodo en el que las llamadas a la austeridad y los discursos de contención de gasto han estado invariablemente presentes en todas las agendas políticas. Lejos de ajustarse a esa hoja de ruta, las comunidades autónomas han optado por seguir gastando el dinero de los contribuyentes en una suerte de multiplicidad institucional sin medida. En el caso de Cataluña, por ejemplo, esa escalada ha supuesto pasar de 269 a 451 organismos solo en los dos últimos años.
Pese a que las comunidades autónomas justifican su supremacía sobre la Administración central en esta materia en el hecho de que el Estado del bienestar recae sobre sus hombros, los números no admiten componendas. Con un déficit público que en 2010 ascendió al 2,8%, y que este año deberá reducirse al 1,3%, no existe motivo alguno que pueda justificar la decisión de seguir engrosando el tamaño de una Administración autonómica cuya indisciplina fiscal se ha convertido en un problema para España.
Las cuentas públicas de las comunidades autónomas -con muy escasas y honrosas excepciones- están ejerciendo así de talón de Aquiles para el conjunto de la economía española en un momento en el que la mirada atenta de Bruselas y de los mercados financieros fiscaliza de forma constante su evolución. No es ningún secreto que las cifras presentadas por los Gobiernos autonómicos en el primer trimestre del año complican extraordinariamente el objetivo del Gobierno de cerrar 2011 con un déficit del 6% y la posibilidad de hacer lo propio en 2013 con un 3%. De mantenerse esa evolución a lo largo de los próximos meses, a final de año el déficit superará en medio punto el límite exigido y alimentará la persistente y despiadada desconfianza de los mercados financieros hacia España. Ello elevará aún más el coste de financiación de la deuda pública y constituirá una carga añadida en materia de costes tanto para los empresarios como para las entidades financieras y, en último término, y como no puede ser de otra forma, también para todos los consumidores.
A todo lo anterior se suma el hecho de que los cambios de Gobierno que han propiciado las elecciones del 22-M han desatado la polémica sobre el verdadero alcance del déficit de las regiones ante la sospecha de que, al igual que ha ocurrido en Cataluña, existan en algunas comunidades agujeros financieros ocultos. Si bien es cierto que los expertos minimizan el montante de esas bolsas -y las cifran en total en 10.000 millones, algo menos de un punto porcentual del PIB nacional-, también lo es que resulta urgente confirmar su alcance, sea este cual sea, y sacarlo a la luz. Más allá del ruido y la trifulca política, los Gobiernos regionales deberán acometer esta tarea con claridad, firmeza y responsabilidad, pero sin caer en la tentación de magnificar el problema fuera de sus justos términos. En un escenario como el actual, no se puede sostener por más tiempo la incógnita sobre cuál es el lastre fiscal que arrastran realmente todas las comunidades autónomas. No en vano solo es posible abordar con eficacia un problema cuando se conoce su verdadero alcance.