Un debate serio sobre el déficit sanitario
Al menos 15.000 millones de euros es la cifra de déficit reconocido que existe en el sistema sanitario español. Una cantidad de por sí preocupante, pero a la que los expertos afirman que habría que sumar una segunda bolsa de déficit sin contabilizar en varias comunidades autónomas. Según esos cálculos, el déficit no aflorado podría estar en torno a los 22.000 millones de euros. Lamentablemente, como ha ocurrido en el caso de Cataluña, parece probable que haya que esperar a los cambios de Gobiernos tras las próximas elecciones autonómicas para despejar las dudas sobre el alcance real de ese agujero del que advierten los expertos.
Es cierto que hay dos grandes razones que explican en parte el desbordamiento del gasto sanitario público en España, una partida que consume en la actualidad más de 66.000 millones de euros. En los últimos 10 años, el número de españoles protegidos por el Sistema Nacional de Salud ha crecido en siete millones y la cifra de mayores de 65 años lo ha hecho en un millón. Ambos factores, el crecimiento demográfico y el envejecimiento, han llevado las cuentas de la sanidad pública al colapso y han disparado la cifra de déficit. Pero a todo ello hay que sumar, además, la existencia de ineficiencias varias tanto en materia de compras, aprovisionamientos y logística, como en el terreno del absentismo laboral.
En ese contexto, los análisis apuntan a que buena parte del déficit oculto puede proceder de la práctica de las comunidades autónomas de desviar gasto sanitario de un año a otro sin contabilizarlo posteriormente. Ello explicaría esa cifra de desfase que los expertos sitúan en el cajón de facturas sin pagar de algunos Gobiernos regionales. Una partida que supone un problema no solo para las finanzas autonómicas, sino para el conjunto de todas las cuentas públicas y para su credibilidad.
Lastrado por un creciente desbordamiento del gasto, ante un sistema sanitario como el español solo caben dos soluciones que no son necesariamente excluyentes, sino complementarias: imponer la austeridad a través de distintos recortes y buscar nuevas formas de aumentar los ingresos. Es evidente que la primera de ellas no goza de gran popularidad en las agendas políticas, a menudo más concentradas en recabar votos y apoyos que en tomar decisiones impopulares. Pese a ello, ha sido la vía elegida por algunas comunidades, como la catalana, donde el Gobierno de CiU ya ha anunciado que reducirá diferentes partidas, incluidas algunas prestaciones sanitarias consideradas no urgentes. La segunda solución, que cuenta con la ventaja de tener resultados inmediatos, pasa por implantar fórmulas de financiación como el copago o establecer algún tipo de impuesto finalista -en la línea del céntimo sanitario, que ya aplican varias comunidades autónomas- dedicado en exclusiva a sostener la sanidad. Ambos tipos de propuestas son razonables y, sobre todo, imprescindibles para poner coto al insostenible colapso financiero que existe en los servicios sanitarios españoles.
En la línea de numerosos países europeos -es el caso de Francia, Alemania, Italia, Reino Unido o Portugal-, los responsables políticos deberían comenzar a valorar la conveniencia de implantar alguna de estas fórmulas de financiación en el sistema sanitario público. Una solución que, en cualquier caso, debería ir ligada siempre al nivel de renta y a las posibilidades económicas de cada ciudadano. A ello habría que añadir un análisis riguroso sobre la conveniencia de redefinir el catálogo de prestaciones gratuitas y universales que ofrece la sanidad pública española, así como la posibilidad de articular fórmulas de colaboración entre las comunidades para abaratar la logística y las compras sanitarias. Todos ellos son capítulos incómodos y, como tales, han de ser abordados con criterios económicos y no ideológicos, así como desde la responsabilidad antes que desde la oportunidad política. Sea cual sea la solución elegida, resulta imprescindible afrontar de una vez por todas el debate sobre la reforma del modelo español con el objetivo de hacerlo viable y sostenible. De ello depende no solo el bienestar económico y social presente de los ciudadanos, sino también -y especialmente- el bienestar futuro.