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Columna
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Agencias de calificación y la apuesta ferroviaria

Cuando después de la catástrofe de las Torres Gemelas, sucedida el 11 de septiembre de 2001, reapareció el escondido presidente Reagan fue para reclamar de sus conciudadanos que se entregaran al patriotismo del consumo. Era muy importante que siguiera la fiesta aunque, como en el circo, los payasos deban contener las emociones personales que puedan afectarles. En eso estamos estos días en los que cunde la misma consigna aunque nadie haya salido a proclamarla, así que tiendas y restaurantes están desbordados. Aunque aquí, toquemos madera, estamos en periodo de carencia de atentados. La negrura del pesimismo que debemos ahuyentar nos viene ahora de las agencias de calificación, que procuran cada día empeorar nuestras perspectivas y restar confianza al sistema financiero con argumentos que tan pronto se fijan en los activos inmobiliarios dañados como en las cifras del paro.

Estos nuevos ídolos que todos reverenciamos son como los dioses aztecas, insaciables en su exigencia de nuevas ofrendas, mejor si deben hacerse a costa de los más desfavorecidos. Vemos que la crisis no afecta a las retribuciones de los ejecutivos cuyas percepciones económicas han crecido en 2010 más del 8%, sin que ese dato haya suscitado crítica de las mencionadas agencias, centradas en reclamar medidas valientes, es decir, restricciones para los trabajadores de a pie y sus sistemas de protección social y de pensiones.

Los informes de las cuatro agencias dominantes se toman como artículos de fe, sin reparar en que, por ejemplo, la víspera de la quiebra de su quiebra, Lehman Brothers lucía una triple A, máxima calificación de solvencia. Recordemos que cuando el caso Enron y algún otro muy sonado, sucedió que la auditora Arthur Andersen hubo de hacer frente a las responsabilidades en que estaba implicada y acabó desapareciendo. Pero nada parecido sucede con las agencias de rating.

Viajeros venidos de Londres cuentan que la mayor demanda informativa que les reclaman desde la central de Madrid es el envío de los informes de las agencias de calificación. Una pérdida de tiempo, habida cuenta de que esos informes están en el mismo instante a disposición de todos, tanto en Londres como en Madrid o en Estambul. Pero es una prueba más del masoquismo constitutivo de nuestro país.

Cualquier dificultad tiende a magnificarse con entusiasmo. Así cuando baja la Bolsa. Mientras que cuando sube y se recupera el fenómeno se desatiende para seguir recordando el descenso de la semana anterior. Sucede que, a veces, se producen éxitos. Por ejemplo, la inauguración del enlace Madrid-Valencia, mediante una línea ferroviaria de alta velocidad y la nueva estación de Atocha. Entonces tampoco se nos concede un respiro para celebrarlo y la orquesta mediática al día siguiente ya está interpretando la partitura de la crítica más acerba.

Enseguida somos culpables de tener la mejor red de AVE de Europa y estar solo por debajo de China. Eso nos parece intolerable porque otros indudablemente más listos y más preparados como Francia o Alemania han hecho otras elecciones que seguro serán más acertadas. De nada sirve argüir que el ferrocarril es el sistema de transporte más ecológico y que mejor vertebra el territorio. Somos culpables. Nuestros amigos, venidos de Londres, aducen que valdría la pena hacer un recorrido en los trenes británicos que han pasado de ser un orgullo a convertirse en un estigma por su lentitud, por su impuntualidad, por su abandono, por el deterioro tercermundista de sus estaciones donde, tras su privatización por la señora Margarita Thatcher, no se ha invertido una libra.

Pero, tampoco, somos culpables. En lugar de exhibir un logro que suscita el interés de nuestros vecinos, preferimos denostarlo. Para una vez que damos un ejemplo de perseverancia capaz de sostenerse mientras se sucedían Gobiernos de distinto signo político, tampoco los de la mueca verde aceptan reconocer el acierto de nuestra apuesta por el ferrocarril que tantas prosperidades anuncia. Continuará.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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