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Columna
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Debate macroeconómico

Carlos Sebastián

Las perspectivas de recuperación de la economía europea (y de la de Estados Unidos) se han nublado, lo que ha coincido con el énfasis en la consolidación fiscal y con el cambio de signo de la política fiscal. Como era de esperar, esto ha intensificado el debate sobre si habría que haber mantenido el impulso fiscal y dejar la consolidación para cuando la recuperación adquiera alguna solidez.

Pienso que los argumentos de los defensores de la política expansiva son frágiles, pese a ser esgrimidos por algunos prestigiosos economistas. Es obvio que a corto plazo la restricción fiscal afecta al crecimiento, pero es posible que los efectos sean transitorios y es seguro hay otros factores fundamentales que están retrasando la recuperación: financiación y expectativas. Y es más, que con esos factores operando negativamente los efectos multiplicadores de la expansión fiscal serían mínimos o inexistentes. Y también es obvio que en muchos países los niveles de endeudamiento de los agentes son insostenibles.

Las imperfecciones del mercado de capitales por problemas de información asimétrica, las mismas que deberían haber desaconsejado la desregulación financiera llevada a cabo en el mundo anglosajón, y la aversión al riesgo ponen en el centro del análisis los balances de los agentes económicos. Desequilibrios en esos balances y dificultades de acceso a la financiación crediticia condicionan de forma sustancial las reacciones de los agentes ante impulsos exógenos. En esta situación, los efectos multiplicadores de la política fiscal serán escasos, especialmente si los flujos de crédito mantienen su deterioro.

Una aceleración de programas de infraestructuras, por ejemplo, generará necesidades de financiación crediticia de las empresas constructoras, aunque solo sea para financiar su circulante. En un contexto de fuerte restricción de créditos (bancos con balances desequilibrados y con dificultades de liquidez), esta financiación podría expulsar a otras empresas de su pretensión de obtener crédito. Así el efecto global del programa de gasto público podría ser nulo a medio plazo. Eso podría haber estado detrás del fracaso sistemático de los agresivos planes fiscales en Japón en la década de los noventa. Lo que pone de manifiesto la importancia de que se saneen los balances de los bancos (lo que en Japón no se hizo).

Además, la elevación de la tasa de ahorro debido a la crisis en el mercado de trabajo reducirá el efecto multiplicador sobre el consumo. Y, por otra parte, si se produce un empeoramiento de la valoración del riesgo país como consecuencia de la política fiscal expansiva, los problemas de disponibilidad y coste de los fondos financieros se agravarían.

El argumento sobre los efectos beneficiosos que los programas de gasto público pueden tener sobre el capital público y, con ello, sobre la productividad, tienen que ser matizados. Llevar el AVE a todas las capitales de provincia, seguir construyendo aeropuertos de muy escasa utilización o invertir en piezas de lujo como la Caja Mágica de Madrid, por sólo citar algunos ejemplos reales, tienen un efecto dudoso sobre la deficiente productividad de la economía española.

En las actuales circunstancias, la recuperación de los flujos de crédito sigue siendo una prioridad y resulta más importante que el apoyo que se pueda dar a la demanda agregada desde los presupuestos. Pese a los resultados de las pruebas de estrés, que han tranquilizado temporalmente a muchos, no está nada claro que una proporción importante de la banca europea (y de la española) esté en condiciones de obtener financiación de una forma fluida y, si la obtiene, de dedicar esos fondos a financiar al sector privado en lugar de a consolidar su solvencia. En este caso la oferta de créditos no se expandiría, lo que supone un grave problema. La percepción internacional de un mayor riesgo país lo empeoraría.

La velocidad a la que habría que hacer la consolidación fiscal depende crucialmente de la credibilidad que consiga esa política. Si resulta creíble, quizá sería más sensato hacerla más despacio valorando con más detenimiento los programas a recortar y las consecuencias de los recortes.

En mi opinión, deben quedar excluidos de la recomendación restrictiva sobre el gasto público, los programas de apoyo a los parados, que deberían reformarse para hacerlos más eficientes en términos de los incentivos que generan, pero no recortar su financiación. Y eso por dos motivos: el mantenimiento de la cohesión social y del papel distributivo del Estado y porque son gastos estrictamente cíclicos que se ajustan por si solos al recuperarse la actividad.

Carlos Sebastián. Catedrático de Fundamentos de Análisis Económico de la Universidad Complutense

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