Sobre antídotos y patologías
Mi amigo Julio César cuenta que, como se encuentra relativamente bien y nunca acude al médico, nadie puede decirle que está enfermo. Aunque fume, se canse y conviva con pequeños achaques, Julio mantiene su pabellón en alto y prefiere seguir así. Visitar médicos y hospitales o hacerse unos análisis le parece un despropósito. Prefiere no saber, porque sobre temas de salud ya se encargan otros -al más alto nivel- de informarle desagradablemente. Por ejemplo, dice mi amigo, el presidente de Bolivia, que en la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre cambio climático, celebrada a finales de abril en Tiquipaya, ha dicho: " el pollo está cargado de hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen pollos tienen desviaciones en su ser como hombres". Por lo que pueda pasar, Julio ha dejado de comer pollo y, como no podía ser de otra forma, de seguir los discursos del mandatario
Cuento esta historia porque, a mi juicio, sirve de pórtico para reflexionar sobre el mundo empresarial, las organizaciones y algunas de sus patologías y subsiguientes remedios. El Centro de Estudios Financieros (CEF) ha realizado una encuesta para conocer lo que llaman "toxinas laborales"; es decir, las enfermedades que más afectan y, en definitiva, las que más perjudican a las organizaciones. La muestra recoge la opinión de casi mil quinientas personas, la mayoría universitarios e hispanohablantes y casi la mitad, con personas a su cargo. Los menores de 30 años han sido, por cierto, los más críticos.
Como ocurre en estudios parecidos, el salario no es lo más importante. Los entrevistados se quejan -eso sí- de la desigualdad salarial, fruto de no tener en cuenta el rendimiento individual; es una preocupación que alcanza la séptima posición entre diez. La desconfianza de los jefes hacia los empleados y la incompetencia como líderes de los directivos ocupan los lugares sexto y cuarto, respectivamente; está claro que, como el diálogo brilla por su ausencia, los unos dudan de la preparación de los otros, y viceversa. La deficiente distribución de las tareas, una consecuencia directa de la incapacidad de los jefes, se posiciona en el puesto quinto, seguida por la desconfianza de los jefes hacia los empleados (más de lo mismo), el conformismo de los propios empleados y la imposibilidad de desarrollar una carrera profesional. En los puestos tercero y segundo, dos toxinas inoculadas directamente vía jefe: la mala organización del trabajo y la desmotivación de los empleados, consecuencia de la megalomanía que padecen algunas grandes empresas, que crecen tanto que se vuelven ingobernables, como sostiene Enzensberger. Alguna vez hemos escrito que los organismos son más vulnerables a medida que se hacen más complejos, y que esta regla de la biología es aplicable a la sociedad contemporánea y también a la empresa, cuya fragilidad va pareja y a la misma velocidad que su desarrollo, aunque no queramos darnos cuenta. Por su propia supervivencia, empresas e instituciones deberían reflexionar y, a continuación, promover modelos colectivos y permanentes de aprendizaje, un proceso que nunca se agota.
Curiosamente, el estudio del CEF (multinacional y riguroso) sitúa en primer lugar, con el dudoso honor de ser la más peligrosa toxina, a "la mala comunicación interna"; y en el puesto diez del ranking a una directa consecuencia de esa mala comunicación: los rumores, una especie de baldón que las organizaciones arrastran desde que nacen; un mal endémico difícil de erradicar. Y es la propia organización la que tiene la responsabilidad de acabar con los cotilleos porque la vida en común (y la empresa es un ejemplo) no puede sustentarse sobre infundios y rumores. La comunicación integradora y responsable, veraz y comprometida debería ser la base de nuestros horizontes éticos y empresariales y, en definitiva, de nuestro propio futuro como organización. La parte principal de la felicidad no consiste en parecer, sino en ser lo que se quiere ser, aunque lo olvidemos con inusitada frecuencia. Llegados a este punto, parece claro que debemos invertir en el tratamiento terapéutico adecuado para los jefes, y en procurar antídotos para sus particulares venenos. La educación es -debería ser siempre- el más poderoso instrumento de transformación social, y la mejor medicina, aunque no es menos cierto que la revolución que se está produciendo en nuestras sociedades desarrolladas (antes también ricas) combate cualquier jerarquía espiritual, moral y estética; es decir, la esencia misma de la educación, como sostiene Fumaroli.
Hoy, el resentimiento social hacia los que han alcanzado puestos de relevancia comienza a ser notorio porque, habiendo sido nominados, muchos jefes lo son sin estar preparados; ellos lo saben y, seguramente, también quienes los elevaron al pedestal. Lo malo es que, como la naturaleza humana es frágil, los afectados se lo creen, no escuchan, piensan que son conocedores del absoluto y presumen con altivez de su inmerecida posición, olvidando, como se dice en la Biblia, (Proverbios 16-18), que el orgullo precede a la destrucción y la soberbia es el prólogo de la caída. Para dar respuesta al despropósito, confiemos en la educación. Al fin y al cabo, como escribe Borges, los seres humanos tenemos la obligación de la esperanza. Hoy más que nunca.
La comuni-cación integra-dora y responsa-ble, veraz y compro-metida, debería ser la base de nuestros horizontes éticos y empresa-riales"
Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad social de Mapfre