El triunfo de lo imperfecto
Javier Fernández Aguado reflexiona sobre la importancia de que los líderes se adapten a las circunstancias, asumiendo las condiciones del mundo real y no encerrándose en la irrealidad del despacho
Los programas de excelencia promovidos por instituciones públicas y privadas siempre me han parecido laudables. Han de soslayar, sin embargo, el error de considerar que la perfección es posible. Para bien o para mal, vivimos en un mundo en el que es el equilibrio de imperfecciones y no la ciega creencia en un universo impoluto lo que nos permite avanzar. Las personas u organizaciones que por fanatismo, mesianismo, ignorancia, infantilismo, orgullo u otros motivos prometen la perfección sin matices conducen a sus seguidores al desastre.
Hitler, Stalin, Mao, Castro, Pol Pot y algunos más engrosan la lista de quienes aseguraron entornos plenos de perfección para sus seguidores y, en realidad, diseñaron inmensos campos de concentración y/o de exterminio. Y es que lo excesivamente perfecto no es viable.
La victoria no está de la parte de quien gestiona como si el mundo fuese pulcro y sin mancha, sino de quien sabe aprovechar sanamente las oportunidades que proporcionan unas coordenadas plenas de dificultades y aristas. Precisamente esos obstáculos y problemas tornan la existencia en un apasionante reto.
Los ejemplos en la historia son incontables: corría el año 699 a.C., Roma tenía poco más de medio siglo de existencia. Las relaciones entre la incipiente urbe y la ciudad de Alba Longa eran cordiales. Se habían producido matrimonios mixtos. Desafortunadamente, de apacible convivencia se pasó a cruel enfrentamiento.
Decidieron los políticos resolver la disputa mediante el duelo de dos tríos de luchadores. Fueron seleccionados tres hermanos por parte de Roma -los Horacios- y otros tres por parte de Alba Longa -los Curiacios-. El dramatismo se incrementaba, pues Camila, hermana de los Horacios, se encontraba prometida a uno de los luchadores de Alba Longa. A pesar de los conflictos sentimentales, el progenitor romano incitó a sus vástagos a aplicarse a fondo en la batalla, que había de desarrollarse hasta la victoria de una de las partes.
Tampoco por el otro bando la situación era pacífica, pues el más joven de los Horacios estaba desposado con Sabina, una joven de Alba Longa. Las actitudes fueron diversas: un Horacio clamó desde el primer momento por la relevancia de atender a los deberes patrios. El Curiacio implicado gimió entristecido por la fatalidad.
La batalla comenzó de forma favorable para los Curiacios: dos de los romanos fueron prontamente heridos y rematados. Con la victoria casi en la mano, se abalanzaron los tres sobre el que quedaba en la lid. Según cuentan diversos historiadores, ya se relamían de una victoria que saboreaban en la punta de los dedos.
El Horacio superviviente, magullado, lejos de creerse superior a sus enemigos, diseñó una estrategia. Ante el disgusto de sus propios conciudadanos, salió corriendo, como si el terror a la muerte le atenazara. Los Curiacios, victoriosos pero lesionados, marcharon tras él.
En la persecución, quedaron distanciados entre sí los de Alba Longa. Fue el momento esperado por el romano para ir rematando a cada enemigo. Al cabo, vencedor, fue aclamado en Roma con gritos de júbilo. Quienes antes le increparon ahora le ensalzaban. Buena enseñanza es no fiarse de clamores ajenos, ni cuando encumbran ni cuando denigran, pues las voluntades de las masas son tornadizas. Cada uno ha de hacer lo que debe hacer, según su conciencia, lejos de aflicciones por opiniones volubles.
Una romana estaba descontenta: Camila. Quedaba, en efecto, sin pareja. Horacio, ensoberbecido por su triunfo, en vez de comprender los sentimientos de la muchacha, optó por acabar con ella, mientras le espetaba: "¡Vete de aquí a estar con tu novio! ¡Mira que olvidarte de tus hermanos muertos y del que vive que ha salvado a tu pueblo de la esclavitud! ¡Así morirá todo aquel que se entristezca por la victoria romana y llore por los enemigos vencidos!". Los magistrados que juzgaron el caso le declararon inocente.
No está de más mencionar el elemento motivador que supuso para los Horacios el juramento que su padre les hizo prestar antes de lanzarse al combate. Aquel excelso momento ha sido recogido en el arte por David, que plasmó la emoción inmensa de las circunstancias en su famosa obra neoclásica, que vio la luz en 1784.
Todo en la historia de este enfrentamiento fratricida tiene mucho de gestión de lo imperfecto. Cuando se administra bien la imperfección -la batalla en sus momentos finales-, los resultados son sublimes. Cuando, por el contrario, la imperfección es mal gobernada -las imprecaciones de Camila que conducen a su asesinato-, el desastre será seguro.
Peor hubiera sido, en cualquier caso, que el Horacio restante hubiese optado por enfrentarse sin estrategia -porque se considerase perfecto- a sus enemigos. Aceptar la propia situación en el mundo facilita grandemente tomar las decisiones adecuadas. Cuando una persona o una organización se niegan de manera pertinaz a asumir la realidad, las áreas de mejora, las innegables imperfecciones que toda persona y organización acumulan, la curación resulta imposible.
Sólo quien se permite diagnosticar bien estará en condiciones de proponer terapias adecuadas. Quienes se encierran en sus despachos cuidadosamente amueblados y no contrastan con la realidad acaban siempre por dañar a las organizaciones y a las personas a las que dicen servir. La humildad no es, en fin, una virtud de melindrosos ascetas, sino un hábito imprescindible para directivos que aspiren a ser líderes.
Javier Fernández Aguado. Socio director de Mindvalue