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Columna
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El fiasco de Copenhague no es el fin

Los mejores oradores del mundo no pudieron brillar en la cumbre de Copenhague. Los representantes de 120 países se reunieron en la capital danesa con solemnes promesas de elaborar un borrador de tratado internacional para luchar contra el cambio climático provocado por el hombre, pero todo lo que surgió fue un vago texto con unas pocas buenas intenciones y sin compromisos en firme. Y no es demasiado consuelo pensar que la ausencia de tratado es mejor que uno malo elaborado a toda prisa.

Lo que falló en Copenhague no fue tanto la voluntad como la aproximación. Al más puro estilo de Naciones Unidas, todo el mundo tuvo un asiente en el foro y toda efímera coalición de países sólo necesitó levantar la voz para ser oída. Otros procesos mucho más modestos podrían haberse ocupado de los objetivos originales de la cumbre: limitar la contribución humana al incremento de las temperaturas medias del mundo en no más de dos grados.

Mucho se había cumplido antes de la cumbre. Pero mucho queda por hacer para evitar que este fiasco diplomático se convierta en una crisis económica y ecológica. El presidente Obama ya se toma muy en serio la cuestión ambiental, y el Gobierno chino se ha dado cuenta de que tiene que hacer algo, tanto por cuestiones domésticas como diplomáticas. La UE, que ofreció compromisos serios en cuanto a recortes de emisiones, podría hacer las paces con los países pobres, que necesitarán inversión extranjera para hacer frente a sus nuevas demandas.

Los nuevos pasos podrían incluir acuerdos regionales e incluso bilaterales más fuertes. Poco a poco, una aproximación pragmática -en contraste con la postura maximalista de las Naciones Unidas- podría poner presión sobre los que pretendiesen inicialmente no unirse al carro.

A largo plazo, todos los Gobiernos tienen los mismos intereses. Quieren promover la masiva inversión privada -cientos de miles de millones de dólares- necesaria para incidir de forma efectiva en las emisiones de gases de efecto invernadero. Para que el dinero sea canalizado a las nuevas tecnologías o a los procesos de conversión verdes, los negocios necesitan que haya un mínimo de previsibilidad en los precios de las emisiones de carbono y que se nivelen las reglas de juego. Y la realidad es que Copenhague no ha solucionado ninguno de los dos problemas. Pero la batalla está aún muy lejos de su fin.

Por Pierre Briançon

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