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A examen

Las dos caras de un exclusivo inversor

Bernard Madoff va a pasar 150 años en la cárcel después de engañar a quienes creían ser los ahorradores más afortunados.

Bernard Madoff vivía en un exclusivo dúplex en el Upper East Side de Manhattan, la misma zona en la que viven muchas de las grandes fortunas de la ciudad. Antes de ir a trabajar, cada día elegía qué reloj de su colección usar.

Eso era antes.

Desde el jueves, su apartamento y los bienes que hay en él están requisados por los US Marshalls. Cuatro días antes, fue sentenciado a cumplir una condena que, de todas maneras, convierte en irrelevantes las horas que marcan sus caros relojes.

El juez Denny Chin le ha mandado siglo y medio a la cárcel, una pena simbólica y superlativa para un fraude también superlativo que se cifra en miles de millones de dólares. Pequeños ahorradores e inversiones institucionales pensaban que su dinero estaba en las mejores de las manos, las más exclusivas. Pero Madoff las tenía cruzadas. No hizo ninguna operación durante años, no invirtió el dinero que se le depositó por quienes pensaban que obtendrían elevados rendimientos y eran especiales porque este exclusivo gestor se ocupaba de sus fortunas.

Bernard Madoff, de 71 años, era un activo miembro de la comunidad judía de EE UU y un filántropo. Nació en el barrio de Queens en Nueva York y fue a la Universidad, aunque no acabó los estudios de derecho. Pero era un emprendedor. Según contaba, a los 22 años invirtió 5.000 dólares que ganó trabajando en verano como socorrista en Long Island para fundar una firma de inversión a la que años más tarde se incorporó su hermano, Peter.

Sus actividades crecieron y Madoff fue haciéndose cada vez más importante en el mundo de las finanzas, donde se alababa su pericia inversora. Llegó a ser presidente no ejecutivo del Nasdaq y uno de los miembros del sistema financiero más cercano a los reguladores.

Con semejante currículum no fue entonces extraño que el 11 de diciembre dejara estupefacta a la comunidad internacional cuando se entregó al FBI a instancia de sus hijos, Mark y Andrew. El día anterior les había confesado que durante años y en la segunda oficina de su firma, a la que tenían acceso muy pocas personas, había estado ejecutando un viejo y efectivo fraude piramidal basado en coger el dinero de unos para pagar a otros. No existían rentabilidades ni dinero y, según Madoff, tampoco cómplices.

De la investigación del FBI se deduce que el gestor confesó no por remordimientos sino porque no le quedaba más remedio. La crisis había obligado a muchos de sus clientes a recuperar liquidez y le demandaron el capital que tenían invertido. Pero Madoff no tenía para pagar a todos y no le quedó más opción que admitir su delito.

El retrato de hombre afable, sagaz, sibarita y duro que había calado en todo el mundo se emborronó rápidamente, y los inversores que habían intentado intimar con él en el club de Palm Beach o en las pistas de esquí para poder entrar en su poco accesible círculo entendieron, de la manera más dura, que habían sido víctimas de uno de los mayores fraudes de la historia.

Ahora se le conoce su otra cara. Algunos psicólogos reconocen en su comportamiento los rasgos de un psicópata que piensa que está por encima de la ley. Eso sí, durante la vista para decretar su condena pidió perdón. Su imagen y legado ya estará ligada, como él mismo admitió, al fraude, y su imagen más famosa será la del zarandeo que sufrió al volver del juzgado a su casa al principio del proceso.

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Fernando Martínez, Nuño Rodrigo

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