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Tribuna
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Es la corrupción, estúpido

El otro día oí a un afamado tertuliano diciendo una obviedad y una peligrosa sandez. La primera: todas las crisis económicas se deben a falta de liquidez. La segunda: no importa cómo hemos llegado aquí. Estas dos afirmaciones demuestran que el hombre es un animal que de tropezar dos veces con la misma piedra hace un hábito.

¿Por qué? Porque, lo estamos viendo, le sale gratis. Salvo en Alemania, que siguen siendo weberianos, que ha abierto algunas diligencias penales contra directivos de alguna entidad, en ningún otro país existen actuaciones contra los esquilmadores que se han adueñado del mercado. Y en ninguno se les ha pedido que devuelvan nada; sólo algún ingenuo dirigente habla de limitar las remuneraciones de los directivos de las entidades subvencionadas con los dineros de todos.

Los magos de la tribu, en las trastiendas ya desde Thatcher y Reagan (Friedman, Hayek, Greenspan...), se hicieron con los mandos reales de la economía pública y privada -la globalización negativa- y han predicado hasta la saciedad que lo que mueve todo es la mano invisible del mercado. Han conseguido un mundo financiero y económico en general con poquísimos controles y, los que aún subsistían, desactivados. ¿Cuántos mensajes de alerta enviaron los pontífices del Banco Mundial o del FMI? Repare el lector en que, sustituido un economista conservador por otro socialista al frente del FMI, ningún giro doctrinal se ha producido, lo que indicia bien a las claras que los gerentes cobran -y otras cosas-, pero los que mandan son otros.

Levantar todas las rejas del corral y dejar que las zorras dirigieran el cotarro en una infausta versión economicista de la granja orwelliana, no sólo era un disparate, sino que ha sido el pasaporte a la catástrofe financiera -el soporte de la economía productiva y del consumo privado-. El objetivo era claro: expoliar el sistema. Así, se han volatizado, como por ensalmo, cientos de miles de millones de la moneda que desee el lector. En la inmensa mayoría de supuestos ese dinero sólo era un gigantesco y fraudulento apunte contable que, como en el timo de la pirámide, se ha ido haciendo efectivo hasta que el último, es decir, el público, ha de pagar el pato.

Como en la crisis anterior, la de las puntocom, han sido los controles aparentemente formales los que han fallado. Entonces, se demostró la inutilidad de los auditores, cuando actúan en connivencia de los directivos de las sociedades a auditar: elevaron a la categoría de las bellas artes la contabilidad empresarial. Bastó poco más de alguna condena (Enron y Worldcom) o dos años de cárcel para un directivo voluntario -que bien cobró por ello- de Arthur Andersen y pare usted de contar. Ahora han sido las agencias de clasificación, a las que nadie clasifica ni controla, las que ningún aviso han lanzado.

El mundo actual vive una flagelante paradoja. Por un lado, nunca en la historia tantos millones de seres humanos han gozado de tanto bienestar ni en lo material ni en lo jurídico; pese a hambrunas, pandemias o guerras, es una verdad incontrovertible. Pero junto a este elemento más que positivo, y de ahí la lacerante paradoja, nunca antes la humanidad había estado expuesta a tanta corrupción, pública, privada, económica y política como ahora.

No se trata en la actualidad de que un directivo o un funcionario meta la mano donde no debería. Eso ha existido siempre y, mal que bien, algún castigo recibían; eran, incluso cuando dominaba la gomina, casos individuales, significativos, pero individuales. Ahora no; ahora ha sido toda una clase dirigente, desde sus poltronas sufragadas con impuestos o dividendos dejados de percibir por los accionistas, la que con un furor desatado se ha dedicado, después de reventar las cancelas, a saquear todo lo que de líquido estaba a su alcance. Para procurarse tanto la impunidad como la continuidad en el tiempo -ambos objetivos alcanzados- emitieron papel sobre papel, anotado sobre más papel, y aquí paz y después gloria.

Esas operaciones de bonos, que valen menos que el del soporte en que van impresos, esos incentivos -stock options, bonus…-, esas indemnizaciones a directivos de miles de millones, esos negocios tan insólitos como ruinosos a simple vista, esa guerra de Irak a crédito (la guerra de los 3 billones, según Stiglitz), esas satrapías petroleras y orientales, esos fondos soberanos… todo eso y mucho más es fruto directo de la corrupción. No se ha podido llegar hasta aquí sin someter -o incentivar- voluntades con montañas de dinero. Algo debería hacerse, para que, por primera vez, los 40 ladrones se queden sin el tesoro de Alí Babá.

Joan J. Queralt. Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona

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