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Tribuna
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El voto por el fisco

Con las elecciones a la vuelta de la esquina, las rebajas fiscales se convierten en el epicentro de la estrategia electoral, según el autor, como prueban los anuncios del líder de la oposición, Mariano Rajoy, primero, y ahora del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. En su opinión, reducir los impuestos no siempre es bueno y nunca es una cuestión baladí

A la vista del afán de los políticos por ofrecer prebendas fiscales es formidable que en este país estemos con relativa frecuencia en proceso de elecciones, no estaría mal que se celebrasen comicios cada año dado el valor del voto por el fisco.

La obsesión por la fiscalidad minimalista ha hecho caer en desgracia al Impuesto de Patrimonio, nadie habla del papel de control del IRPF, y que complementa la menor fiscalidad que soportan las rentas del capital frente a las del trabajo. Ha vencido el argumento de que las rentas ya han tributado al ganarlas, así que no es justo que sigan pagando impuestos al guardarlas, y el presidente Zapatero ha anunciado su intención de suprimirlo.

Obedece la medida a la generosidad de la mayoría de las comunidades autónomas que la habían pedido, la misma benevolencia que tienen al renunciar en parte al Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones: no quieren hacer el papel del cuervo alimentándose de las herencias próximas. No creo que por ello los ricos se mueran más a gusto, ni antes, pero ¿también en las donaciones se debe renunciar a gravar la renta extraordinaria que le llega al beneficiario? Algunas autonomías, curiosamente las más exigentes de capacidad legislativa, se están quejando de tanta discrecionalidad y piden la intervención reguladora del Estado, porque el desigual papel benefactor les causa una seria competencia: va a llegar el día en que uno no pueda morirse donde siempre habría querido sino donde menos paguen los herederos.

Tanta bondad fiscal sorprende, porque las autonomías exigen con avidez una mayor participación en los ingresos del Estado, y alegan insuficiencia de ingresos, y hacen oídos sordos a la escasez financiera de sus ayuntamientos cuando éstos les piden participar en sus tributos, como se predica en la Constitución, y es que, también a resultas de otras elecciones, se suprimió el IAE (Impuesto sobre Actividades Económicas) para los empresarios y profesionales, despreciando la importancia del negocio o la profesión, y los municipios todavía no han podido digerir la pérdida.

Las elecciones están a la vuelta de la esquina y el proceso reduccionista ya ha comenzado. Las rebajas fiscales se convertirán en el epicentro de la estrategia electoral. Mariano Rajoy ya ha anunciado la exención del IRPF para quienes ganen menos de 16.000 euros anuales: siete millones de beneficiados. Está bien, ¿qué duda cabe?, se trata de una medida progresista porque en esa franja se sitúan las rentas más modestas. Zapatero ha lanzado su primera oferta. ¿Seguirán otras?

A la vista del temor y de la alergia ciudadana a los impuestos, uno se pregunta ¿por qué no se fusionan ambos partidos, mediante un acuerdo o una opa, y nos ofrecen la suma de los privilegios fiscales? Más aún, ¿por qué no se eliminan los impuestos si tan odiosos son? A mí esta conclusión me parece un disparate, pero está de moda complacer a los contribuyentes, y ha adquirido carta de naturaleza el proceso de rebajas fiscales que amenaza la credibilidad del sistema. La cuestión no es tan simple, aunque rebajar impuestos es, a primera vista, hacer el bien; pero, al hacerlo, sí que hay que mirar a quién.

Los impuestos son un mal necesario, porque permiten satisfacer las necesidades públicas. La curva de Laffer ya ha jugado su papel, y a estas alturas del ciclo es dudoso que si se sigue rebajando impuestos se recaude más. ¿Acaso se van a elevar los sueldos de los no exentos? ¿Van a ganar más las empresas? Además, no todos los impuestos son elásticos. ¿Muere más gente si a las herencias las dejamos exentas? ¿O emergen más inmuebles si la valoración catastral se rebaja?

Una reducción tan notable en el IRPF permitirá compensar las pérdidas sufridas por el mayor endeudamiento de las familias modestas y mejorará su renta disponible permitiendo contener la contracción de la demanda. Hasta ahí todo está muy bien, pero la menor recaudación deberá compensarse de algún modo para evitar la reducción del gasto público. ¿Qué se va a hacer a cambio para que no se resientan la sanidad, educación, comunicaciones, investigación, inversiones, y demás servicios que exigimos al Gobierno, cualquiera que sea su color? ¿Qué se va a hacer para que no se deteriore el papel del Estado? ¿Se va a elevar el impuesto a los restantes contribuyentes? ¿Se aumentará el tipo general del IVA? ¿Se reducirá el gasto social, o nuestro nivel de exigencia? ¿Vamos a dilapidar el ahorro alcanzado?

No es oro todo lo que reluce. Reducir los impuestos no siempre es bueno, y nunca una cuestión baladí. El ingreso y el gasto son las dos caras de una misma moneda, y no se puede reducir el área de una sin corregir la otra. Esa es la cruz, y aunque exista el arte de la prestidigitación, una sucesión de rebajas fiscales puede ocasionar estragos, originar graves pérdidas sociales o un indeseado endeudamiento.

No sería sensato vanagloriarse hoy por la proliferación de beneficios fiscales y pregonar mañana la escasez de recursos. Los políticos deben coincidir en no hacer perder la dignidad a los impuestos, en mejorar la administración de los recursos, en elevar el gasto social. Para lograrlo es preciso que la desnutrición fiscal no lleve a la anorexia del Estado en un país moderno y desarrollado como el nuestro, porque la levedad del sistema fiscal nunca debe ser motivo de aplauso.

Francisco Poveda Blanco. Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Alicante

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