Cambiar las reglas del juego
¿Cómo se logra ser competitivo? Según el autor, la innovación es la respuesta, y no como un fin en sí misma, sino como un medio que debe ser empleado en todos los procesos empresariales, a modo de una filosofía global que garantice el máximo aprovechamiento.
A lo largo de la historia, el hombre ha vivido obsesionado con la idea de su futuro, con el desasosiego que produce la incertidumbre de lo que está por venir. Ser un hombre o una mujer de provecho, formar una familia o tener un buen trabajo son algunas de las pautas socialmente aceptadas para aplacar esa desazón. Como telón de fondo siempre se encuentra la máxima de ser una buena persona.
En el mundo de los negocios también surge la incertidumbre, y la industria genera sus propios mecanismos de defensa en su búsqueda de indicios de certeza. La gestión del conocimiento, el alineamiento de la tecnología con los procesos de negocio, la visión darwiniana de que sobrevive quien mejor evoluciona o la gestión del cambio son algunos de los instrumentos empleados. Más recientemente, la innovación ha cobrado especial relevancia, situándola como clave e imprescindible para alcanzar la competitividad. Tanto es así, que afirmaciones como que el futuro será únicamente de los innovadores se agolpan en los foros y conferencias de gestión.
Pero, ¿es cierta esta afirmación? ¿Realmente es necesario ser innovador para ser competitivo? En una primera lectura diríamos que no, dado que el resto de los agentes de mercado influyen determinantemente y, de no tratarse de un mercado saturado, bastaría con abordar procesos de mejora continua. Sin embargo, existen tantos jugadores en el tablero que la victoria se antoja cada vez más complicada.
¿Ganará quien juegue mejor? No, al menos, no necesariamente. Ganará el que, sin hacer trampas, sea capaz de cambiar las reglas del juego. Y eso nos lleva de nuevo a la innovación, puesto que sólo a través de ella es posible romper el techo de cristal con el que muchas empresas se topan a medida que crecen. Erróneamente se ha tendido a pensar que la innovación era un fin, cuando en realidad es un medio; diríamos más, es una actitud, puesto que de ella surgirán nuevos valores con los que poder llevar a la práctica la ruptura con los planteamientos más tradicionales.
Se ha escrito mucho acerca de la innovación y, de hecho, podemos hablar de tres máximas que una vez enunciadas resultan evidentes, pero a las que no ha sido sencillo llegar. La innovación no tiene por qué surgir de ideas geniales, no se termina en los nuevos productos y tampoco se limita a los nuevos desarrollos tecnológicos. Asumidos esos imperativos, debemos incorporar uno nuevo: la innovación no sólo puede, sino que debe llegar a todos los procesos empresariales. Del mismo modo que la máxima de ser buena persona ha de aplicarse a todos los aspectos de la vida para cumplirla -no lo puede ser un trabajador abnegado que robe en su tiempo libre-, una empresa no será innovadora sino implanta esta filosofía de un modo global. Si únicamente lo aplica a un área de su negocio, hablaremos sólo de introducción de una mejora.
Es necesaria, por tanto, una gestión de la innovación que garantice el máximo aprovechamiento de las oportunidades a través de esta innovación. Se trata de una nueva forma de actuación que surge con el trabajo diario; en realidad, no se busca, más bien se encuentra. Las empresas han de adoptar una nueva cultura más allá de los procesos de I+D, a los que se ha asociado históricamente la innovación. æpermil;sta ha de producirse en los mismos procesos de negocio, pues será de ellos de los que surjan nuevas ideas, nuevos productos y nuevos servicios.
Se han desvirtuado los verdaderos beneficios de la innovación, recurriendo a ella como un salvavidas cuando la empresa se encuentra a la deriva. Si a un directivo huérfano de estrategia se le pregunta por sus objetivos de negocio, responderá 'crecer'. Cuando el crecimiento es inviable, contestará 'innovar'. La pregunta es ¿para qué? ¿Para tener tecnología puntera? ¿Para reducir costes?
La respuesta debería ser: para ser más ágil. Si se aplica la innovación a la estrategia, a los procesos y a los productos y servicios la compañía será capaz de anticiparse al mercado dando un salto cualitativo. Ya no es importante tener al cliente satisfecho, lo realmente importante es tenerlo comprometido, que la relación vaya mucho más allá del mero acto de venta y posventa. En esencia, se trata de convertir al cliente en una extensión del departamento de marketing, en un prescriptor de la empresa, no sólo de un servicio o un producto concreto que se mejoró. Tendrá un compromiso tácito con una empresa innovadora del mismo modo que lo adquiere con una buena persona.
José Ramón Riera. Presidente de Grupo Ágora Solutions