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CincoSentidos

Algún día morirás

El protagonista del relato es El Cirujano, un asesino despiadado y pulcro. Acaba de salir de la cárcel. Alguien lo delató y él sabe a ciencia cierta quién fue. Va a vengarse y a hacerle pagar el largo año que ha vivido entre rejas. Encuentra a su delator y éste niega todas las acusaciones. Hay varias cuentas pendientes entre ambos: han sido maestro y discípulo, han compartido prisión, mujeres... El Cirujano se pone los guantes.

Lo llamaban El Cirujano por su pulcritud asesina. Cuando se calzaba los guantes de látex, sacaba la navaja de su funda de cuero y desplegaba la hoja de perfil esbelto y agresivo, podía degollar a su víctima sin que ni siquiera le salpicara la sangre; cortarle de un tajo los tendones de las rodillas, lo que le hacía desplomarse como un edificio dinamitado, o hundirle la navaja en el hígado moviéndola en todas direcciones para causar el mayor daño.

Odiaba profundamente a los simples navajeros, quienes utilizaban el arma sólo para amedrentar a sus víctimas con la intención de robarles; él se consideraba un señor de la navaja. Sentía debilidad por ella y tenía dos iguales, marca Tóker, especial para cazadores, empuñadura de asta auténtica, sus cachas de color verdoso con reflejos de nácar. Las dos muy afiladas, una la utilizaba para afeitarse y la otra la llevaba siempre consigo; no la sacaba nunca en vano, sino sólo cuando tenía un encargo rentable o motivos para actuar por cuenta propia.

Había pasado los últimos 15 meses en la cárcel y tenía la certeza de que lo habían traicionado. Ahora, mientras se afeitaba en el baño de su apartamento y veía en el espejo su rostro anguloso, sus ojos pequeños y su pelo atusado, se decía que la cárcel no lo había sometido, aunque sabía que siempre dejaba alguna huella, un tic en el rostro o una frialdad en la mirada, en quien ha permanecido mucho tiempo encerrado. Llevaba unos días en libertad y, al sentir la navaja deslizarse por sus mejillas, se daba cuenta de que había vuelto a identificarse con ella, por lo que iba siendo hora de que quien se había ido de la lengua tuviera que pagarlo.

Por la tarde, cogió la navaja profesional, comprobó que llevaba los guantes, se puso la gabardina y el sombrero y salió; proyectada por la luz artificial, su sombra lo precedía deslizándose por las calles humedecidas por la niebla. Anduvo con paso rápido y se fue adentrando en la parte de la ciudad donde la noche solía tornarse peligrosa.

A lo largo de varios días estuvo recorriendo tanto los garitos de existencia clandestina como aquellos en cuyas puertas había llamativos rótulos de neón, dejando atrás la atmósfera húmeda del exterior para introducirse en la espesa y caliente de los locales; en el ruido que producían la música y los clientes y el entrechocar de las bolas de billar. Se apostaba en un rincón desde donde controlaba la puerta, pedía cerveza y mientras se la iba bebiendo tenía bien abiertos los ojos y los oídos.

Tras pisar muchas veces las moquetas desgastadas, beber notables cantidades de cerveza y contemplar absorto densas nubes de humo, no logró ver a quien buscaba ni hallar pista alguna de su paradero; dedujo que si El Jabalí la hubiera palmado o estuviera en el trullo, él ya lo sabría, pues esas noticias suelen correr como el polvo en el verano.

Cambió de táctica y fue participando en las partidas de póquer y en las de billar, haciendo preguntas indirectas y orientando las conversaciones. Una noche, jugando a las cartas, alguien dijo que El Jabalí estaba recluido en su madriguera por su excesiva afición al güisqui. A la vez que invitaba a su interlocutor con generosidad, le fue tirando de la lengua y no tardó en tener pistas fiables.

Salió del local y cogió un taxi. Nada más bajarse de éste, fue recorriendo la calle, una zona mísera del norte de la ciudad, y mirando los nombres en los porteros automáticos. Cuando llegó a uno que estaba destrozado, tuvo la sensación de que era el que buscaba; vio los desconchones de la fachada y pensó que en su ausencia El Jabalí había empeorado mucho. Empujó la puerta, atravesó el oscuro portal y fue subiendo con sigilo las escaleras, cuatro pisos sin ascensor. Su intuición le dijo dónde debía detenerse. Escuchó con la respiración contenida y oyó el sonido bajo de la televisión. Apretó el pulsador mugriento y al poco surgieron pasos vacilantes en el pasillo.

-¿Quién es?

-Jabalí, soy yo- dijo con voz firme.

Hubo un silencio. Bajo la puerta se colaba una débil raya de luz.

-¿A qué has venido?

-Una visita de cortesía.

El Cirujano escuchó al otro lado un esbozo de carcajada. Hubo otro silencio, Jabalí estaría valorando la situación.

-¿Abres o echo la puerta abajo?

Se oyó descorrer el cerrojo. Al abrirse la puerta, El Cirujano tuvo ante sí, recortada desde atrás por la exigua luz, la figura deteriorada de su antiguo colega, vestido con un pijama sucio y envuelto en una bata roída, que no podía disimular la hinchazón de su vientre.

-¿Me estabas esperando?

El aludido sonrió sin gana.

-Hace tiempo que no espero a nadie-, dijo con lentitud.

-Y menos a mí, ¿verdad? Me he portado bien y me han soltado antes de lo previsto.

-Me alegro.

Ahora fue el visitante quien sonrió a medias.

-¿No me vas a invitar a un güisqui?

El Jabalí echó a andar y El Cirujano lo siguió hasta un saloncito desordenado. El anfitrión se sentó en un quejumbroso sofá, frente a la tele situada en un rincón, junto al que había una mesa con un vaso mediado de güisqui y una botella de Macallan.

-Con suerte, encontrarás algún vaso limpio-, dijo señalando hacia lo que debía de ser la cocina.

El Cirujano fue y sintió asco al ver los restos de comida, los platos sucios acumulados en el fregadero y la ventana con los cristales rotos sustituidos por cartones; buscó por allí y encontró un vaso medio decente. Volvió con él, se sirvió de la botella y se sentó en una vieja butaca. Echó un trago y lo saboreó con placer.

-¿Qué quieres?-, preguntó El Jabalí.

-He pasado más de un año en la cárcel...

-Los dos hemos estado en la cárcel varias veces. Allí fue donde nos conocimos.

-No disimules. Sabes a lo que me refiero...

-¿Vienes a matarme?-, le preguntó.

-Sí, pero antes quiero oírtelo decir.

-No fui yo quien te delató.

-Entonces, ¿quién fue?

-No lo sé. No todo es trigo limpio. Quizá algún infiltrado...

-No me convences, Jabalí. Te voy a hacer trocitos.

-Eso ya no importa, me estoy matando yo solo -dijo señalando con indiferencia hacia la botella. -Llevas la navaja, ¿verdad?

-Siempre la llevo.

-Yo te enseñé a utilizarla.

-Por eso me he acordado tanto de ti. Hemos sido colegas, pero me la has jugado.

El Jabalí cogió el vaso y bebió. Mientras, su interlocutor observaba cómo su antes sólida cabellera pardusca, de donde le venía el nombre, con un mechón blanco en la frente, se había tornado gris, y su rostro, cubierto por una media barba, tiraba a amarillo.

-No es de hombres echarles a otros la culpa de las propias adversidades-, dijo El Jabalí mirándolo con sus ojos desvaídos. -Las cosas pasan porque tienen que pasar.

-Algunas se podrían haber evitado...

-¿Cómo cuáles...?

-Lo sabes de sobra...

-¿Te refieres a lo de Marina?

-Por ejemplo.

-A Marina la perdiste tú mucho antes de que se viniera conmigo. ¿A quién se le ocurre tener abandonada a una mujer hermosa?

-Eso lo dices para justificarte.

-Sabes que no es verdad. Yo la llevaba a bailar y le regalaba flores de vez en cuando.

El Cirujano apretó su rostro huesudo. Miró la lámpara de pie que emitía una luz oscurecida por el polvo, y los reflejos que sobre la pared fronteriza proyectaba la televisión.

-Además, hay otras cosas.

-Tú lo has dicho. Lo de Marina y lo de la cárcel son pretextos. Lo que de verdad te dolió fue aquella noche memorable en la que te desplumé jugando al póquer.

-Seguro que hiciste trampas.

-Seguro que tú también, pero yo fui más listo. Y no fue nada contra ti, recuerda que también dejé sin blanca a los otros.

-Eso no me consuela.

-Por eso has venido. No me odiarías tanto si aquella noche me hubieras arruinado tú a mí.

El Cirujano echó otro trago de güisqui. Al quitarse el vaso de los labios se encontró con la mirada inquisitiva de El Jabalí.

-¿Vas a matarme ya?-, le preguntó.

El Cirujano dejó el vaso en el suelo y se levantó. Hizo amago de llevarse la mano al bolsillo donde llevaba la navaja. Era evidente que El Jabalí se había quedado sin colmillos, por lo que no podría escapársele, tenía tiempo de sobra.

-Aún no, voy a dejarte sufrir. Y aféitate, no me gustan los tipos guarros.

Haciendo con la mano un leve gesto de despedida, se encaminó por el pasillo sintiendo cómo se movían bajo sus pies las baldosas despegadas. Traspasó la puerta, la cerró y bajó despacio los cuatro pisos de escaleras; al salir a la calle, se abrochó la gabardina. El Jabalí le había dicho algunas verdades, pero le había mentido en lo fundamental; estaba seguro de que había sido él quien había hablado de más, todas las posibilidades barajadas en los largos días de cárcel conducían al mismo sitio. Cogió un taxi y se dirigió nuevamente a la parte de la ciudad donde la noche solía tornarse peligrosa.

A la semana, se rasuró cuidadosamente, como tenía por costumbre. Comprobó de manera rutinaria que llevaba los guantes, se puso la gabardina y el sombrero y cogió la navaja. Salió y fue andando hasta encontrar un taxi. Bajó frente a la casa de su víctima, esperaba que estuviera dentro. Subió las escaleras y se detuvo ante el piso. Escuchó y no oyó nada, mas intuía que su presa estaba allí. Empujó la puerta, que cedió hasta donde lo permitía la cadena de seguridad. Se puso los guantes y sacó la navaja. Una vez abierta, la introdujo por la rendija y la dirigió con habilidad hacia el extremo de la cadena, corriéndola por el cierre hasta hacerla coincidir con la abertura que la liberaba; la puerta se abrió. æpermil;l entró, avanzó a oscuras con la navaja en la mano y tanteó en la pared hasta dar con el interruptor de la luz; al accionarlo se iluminó la estancia lóbrega. Al llegar al saloncito percibió una respiración difícil. Encendió la lámpara del rincón y lo vio caído de medio lado en el sofá, la cabeza sobre el pecho, vestido con el mismo pijama y la misma bata sucia, la cara cubierta por una barba boscosa; sobre la mesa estaba la botella de Macallan y un vaso con agua. Soltó la navaja en un brazo de la butaca y, al quitarse el sombrero, sintió en la frente el contacto de una telaraña. Quizá fuera porque percibió su presencia o porque lo despertó la luz, El Jabalí fue abriendo los ojos con dificultad a la vez que incorporaba la cabeza.

-Cirujano..., ¿eres tú?

-Me has mentido, Jabalí.

El Jabalí se dio cuenta de que llevaba puestos los guantes. Recorrió la habitación con la mirada y vio la navaja reluciente. Luego la desvió hacia el vaso.

-Agua...-, dijo a la vez que alargaba el brazo.

El Cirujano lo alejó para impedir que lo alcanzara.

-¿No prefieres güisqui?

-Agua...-, pidió, la voz enronquecida.

-Me has mentido, Jabalí. Lo he pensado mucho.

-Nunca ... sabremos... lo que pasó-, dijo con esfuerzo.

Por una abertura de la ropa, El Cirujano vio las venas dilatadas que recorrían el abultado vientre de su colega. Se desplazó un paso y cogió la navaja. Al volverse, su víctima lo estaba mirando con un residuo de fuerza en sus ojos apagados, hundidos en su rostro esquelético, la barba sucia y el pelo blanquecino. Jabalí inclinó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sofá, ofreciéndole el cuello fláccido, y esperó. Aproximando ya la navaja, El Cirujano se encontró de nuevo con la mirada de su viejo amigo.

-Algún día... morirás-, le oyó decir entre dientes.

El Cirujano detuvo el movimiento y se quedó indeciso; ahora que lo tenía doblegado, sentía que ya no tenía interés en asesinarlo, como si no hubiera estado en la cárcel por su culpa, como si en realidad no tuviera motivos. Su contradicción lo irritó. ¿Qué hacía allí inmóvil, con la navaja en la mano. Se abalanzó con brusquedad sobre él y le dio un tirón de la barba, dibujándole en el rostro marcas sanguinolentas.

-¡A ver si te afeitas, joder, que no me gustan los tipos guarros!-, le gritó a la vez que soltaba los pelos arrancados.

Tras hacer un leve gesto de dolor, su víctima lo miró de soslayo y con extrañeza.

El Cirujano guardó la navaja en su funda y la metió en el bolsillo interior de la gabardina. Se puso el sombrero y fue con paso rápido hacia la puerta, haciendo sonar las baldosas removidas. Dio un portazo al salir y se quitó los guantes mientras bajaba las escaleras.

Ya en la calle, sentía una rara sensación. No sabía por qué le habían surgido dudas, él que solía estar seguro; quizá aquel hombre fuera inocente y, además, era probable que muriera pronto; pero estas explicaciones no lograban reducir su mal humor. No sabía por qué no lo había matado si estaba convencido de que había sido él quien lo delató, lo había pensado mucho mientras estuvo entre rejas y había llegado a esa conclusión; pero no lo sabía.

Deambuló entre la niebla. Al rato, más tranquilo, su indignación se había ido diluyendo como un azucarillo en un océano, sus pasos lo fueron encaminando hacia aquella parte de la ciudad donde la noche solía tornarse peligrosa.

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