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Tribuna
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Evite encandilar

Hace pocas semanas, viajando desde Resistencia a Tres Isletas, provincia de Chaco, un lugar pobre en el hermoso norte de Argentina, en medio de la nada y al costado de una carretera de interminables rectas, me encontré con un cartel que, textualmente, tenía escrito 'Evite encandilar'. Se trataba, claro está, de un aviso de tráfico casero y bienintencionado, estratégicamente ubicado en un largo trecho de calzada proclive a los deslumbramientos nocturnos. Un alma generosa y preocupada por la seguridad vial pedía, por lo menos, atención con las luces del auto.

Aunque en Puerto Rico y Cuba encandilar es sinónimo de enfadarse, el diccionario nos aclara que encandilar es, sobre todo, deslumbrar acercando mucho a los ojos el candil o vela. A los efectos de este comentario, me quedo con una segunda acepción: encandilar es deslumbrar presentando de golpe a la vista una cantidad excesiva de luz.

Algo de eso es lo que les ocurre hoy a algunas empresas. A costa de lo que sea quieren brillar, deslumbrar, encandilar a otras empresas y, sobre todo, a la sagrada opinión pública y a los medios, presentándose como faros y guías de una determinada actividad o de un comportamiento que está de moda.

Paro mientes en esta imagen tras leer una brillante y periodística reflexión -Certificaditis, se titula- de Francisco Abad, director general de la Fundación Empresa y Sociedad, en la que critica con acierto y gracia la actual moda empresarial de obtener certificados, cuantos más mejor, y poco importa lo que tales documentos testimonien. El caso es tener muchos galardones que avalen mi condición de empresa responsable, conciliadora y, en definitiva, chachi piruli…

Alucinando, que es otra de las acepciones de encandilar, sigo constatando que las empresas cultivan con más frecuencia de la que parece la disonancia entre palabras y hechos. Decir muchas veces que somos así o que hacemos tal cosa, no es garantía de que sea verdad. Ni la verbalización, ni determinados premios, ni mucho menos alguna certificación hacen coincidir la teoría con la práctica y, sotto voce, todo el mundo piensa que lo que de verdad importa son otras cosas, porque las empresas, como todas las obras humanas, se parecen a las personas que, por lo general, vivimos en permanente contradicción. Seguramente, cuando uno es capaz de asumir y reflexionar sobre sus propias contradicciones alcanza la condición excelsa de ser humano. Pero seguimos siendo fatuos y presumidos, olvidando la humildad, el mejor y probablemente el único antídoto que existe contra la depresión.

Y, una vez más (la historia siempre se repite), pensamos que por el hecho de tener muchos títulos o certificados somos más que nadie y más listos que los demás. Cuando era niño y mi madre me llevaba al médico, siempre me sorprendía ver cómo colgaban de las paredes de la consulta decenas de certificados con las más variadas leyendas. Es como si el kilo de talento médico tuviese su concreción y prueba en el número de títulos que el galeno atesoraba. Si así fuere, mi médico era el mejor. De eso hace ya años, probablemente demasiados, pero las modas vuelven.

Ahora, más que preocupadas por su imagen y reputación, las empresas seguimos empeñadas en aparentar porque, lo dijo Erasmo, el espíritu humano está hecho de tal forma que se engatusa mucho más con la apariencia que con la realidad. Y así seguimos: cuando de intangibles se trata, todos hablan, pocos creen y menos aún practican lo que dicen.

Deberíamos separar el rábano de las hojas: frente a certificaciones y ratings prestigiosos, nacionales e internacionales, que velan por la excelencia de la gestión y avalan la solidez financiera, y que cuesta mucho esfuerzo y mucho bien hacer conseguir, aparecen otros certificados, muy de moda, que nos venden la moto y pretenden hacernos vivir en un mundo idílico, a modo de Arcadia feliz, donde todo es posible y priman las apariencias, olvidando que la primera, esencial y más importante obligación de una empresa es cumplir con su deber (hacer zapatos o periódicos, si es el caso, pero procurando que sean siempre los mejores) sin demasiada necesidad de pergaminos y diplomas.

Hacer bien las cosas, que es la principal responsabilidad de una empresa, sólo se certifica, como diría el profesor Olivencia, desde los valores (no desde los títulos valores), el trabajo, el esfuerzo y la coherencia, sin dejarnos cegar por focos, luces, luminarias, neones y apariencias.

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