_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Un problema nacional o europeo?

Estos días escuchamos en Europa voces orientadas a que se reabra el debate sobre el peso de la energía nuclear en nuestra producción energética. Detrás está el riesgo a quedar desabastecidos o a pagar altos precios por el suministro de energías primarias que provienen de áreas geográfica y políticamente ajenas a la UE. La probabilidad de interrupciones en el suministro es preocupante, dada la inestabilidad política de las zonas productoras, la escasez creciente de unos recursos agotables y las tasas de crecimiento de la demanda mundial apoyada en los procesos de crecimiento de India y China.

La energía nuclear podría ser una solución; el desarrollo de energías limpias y renovables, también aunque más cara. En todo caso, la diversificación de tecnologías y fuentes geográficas, buscando una combinación que garantice la seguridad de suministro y la estabilidad de precios constituye la mejor forma para compensar esta dependencia del exterior. Visto desde España, hay dos vías de aproximarse a este problema que, en mi opinión, resultarían engañosas y equivocadas.

La primera es que mediante el control público de los precios o tarifas de la energía eléctrica y del gas natural, cada Estado miembro va a ser capaz de controlar y modular los efectos que las alzas de precios en las fuentes primarias de energía pudieran tener sobre sus consumidores. Confiar en mantener los precios controlados en un único Estado miembro de la Unión es no sólo contrario a las Directivas europeas, sino además inútil a medio plazo. Lo único que se conseguiría con esta política sería evitar que la demanda reaccionase adecuadamente a la nueva situación de precios y costes relativos, impidiendo así que éstos guiasen las decisiones de los consumidores, imprescindibles para alumbrar un nuevo modelo energético sostenible.

El control mediante tarifas o precios regulados esconde el verdadero valor de la energía en general y de cada fuente en particular, incluidas las interconexiones en las redes europeas, lo que obstaculiza la consolidación de un mercado interior energético adaptado a una combinación de tecnologías de generación más sostenible que el actual. En esta línea, plantear el debate nuclear como un debate nacional, guiado por los intereses de cada Estado miembro para mantener bajos los precios o las tarifas de la energía que pagan los consumidores es inducir a la confusión y a la ineficiencia.

Los costes materiales de la energía nuclear afectan a colectivos que viven y votan mas allá de las fronteras nacionales de cada Estado miembro y resulta absurdo (e ineficiente) que los beneficios directos sean disfrutados en exclusiva por los consumidores de un Estado miembro. El debate tiene que ser europeo.

La segunda equivocación es pensar que las exportaciones de energía debilitan la seguridad de suministro del Estado miembro exportador. Parece que reforzaríamos la seguridad de suministro si cada Gobierno obligase a los operadores eléctricos y gasistas a destinar la energía que entra en un país, preferente y exclusivamente a ese Estado miembro. En realidad, el resultado puede ser exactamente el contrario. Como recientemente se ha demostrado en el corte de gas de Rusia a Ucrania, la capacidad de respuesta de los compradores ante una interrupción es mayor cuando estos se agrupan en conglomerados amplios, extensos y poderosos. Son los compradores de la Unión Europea los que han acelerado la solución al abastecimiento de Ucrania. En España sería un error considerar que dificultar el acceso al gas de Argelia, el del proyecto Medgaz o el de Sonatrach, a compañías que lo destinaran a otros países de la Unión, contribuiría a afianzar nuestra seguridad de suministro.

En mi opinión, la mayor fortaleza de los consumidores españoles frente a las empresas argelinas que extraen este gas se encuentra en juntar nuestros intereses con los de otros consumidores europeos para que, en caso de problemas de suministro, tengamos suficiente capacidad de reacción y de presión política. Nuevamente el incremento de la capacidad de interconexión es una de las mejores respuestas a la garantía de suministro.

En definitiva, ante el probable cambio de modelo energético que se nos avecina, nada peor que reavivar en Europa el nacionalismo energético y las respuestas unilaterales. En energía deberíamos construir una política común, adaptada a las expectativas, preferencias y necesidades del conjunto de los ciudadanos europeos. En este sentido lo más sensato es reforzar las interconexiones de gas y de electricidad y construir un conglomerado de intereses que desborden las fronteras de cada Estado miembro y consoliden un interés europeo común. De lo contrario retrocederemos, aunque, eso si, por la decisión libre de cada Estado miembro.

Más información

Archivado En

_
_