El valor de la planificación
Entre las lecturas de los últimos días he vuelto a encontrarme con opiniones, aparentemente fundadas, que muestran su escepticismo en relación a la eficacia de una de las herramientas que en mi experiencia personal más me han ayudado en el desarrollo de los proyectos en los que he participado. No sería nada extraño que el transcurso del tiempo haga envejecer prácticas que en su día fueron pioneras, antes al contrario, respondería a la lógica de unos acontecimientos que no hacen sino acelerar la obsolescencia de saberes y hasta de comportamientos. Las críticas proceden además de personas a las que valoro, con trayectorias profesionales ampliamente reconocidas, que generalmente dicen lo que quieren decir, lo que elimina el riesgo de una respuesta poco meditada, o incluso mal interpretada por el periodista o autor del libro. La entidad de los emisores de tales opiniones, unida a la honradez intelectual que quiero mantener conmigo mismo, me llevan a poner en causa mi primer juicio favorable para intentar descubrir si debo mantenerlo o modificarlo. Aluden en primera instancia a la impredecibilidad del futuro ante acontecimientos sobre los que carecemos de dominio y que tienen capacidad para dar al traste con todos nuestro planes. Objeción acertada, pero en absoluto novedosa, porque predecir el futuro nunca ha sido una ciencia y, por otra parte, lo que aún es más relevante, yo nunca he entendido que la planificación estratégica pretenda predecir el futuro. La imposibilidad de detectar algunos elementos de cambio de suficiente calado no invalida el interés y el valor que para la gestión tiene la definición de los objetivos que se desean alcanzar, entre otras cosas porque la planificación debe ser una herramienta flexible que tiene que incorporar sus mecanismos de ajuste.
Curiosamente, algunos de los directivos críticos a los que me refiero dirigen empresas de tamaño medio como mucho, en términos de mercados globales, en los que el logro de unos determinados objetivos depende bastante más de su capacidad de gestión que de las grandes e ingobernables convulsiones que pueda sufrir la economía mundial. Esos acontecimientos generales afectan a todas las empresas de un sector prácticamente por igual, por lo que continuarán siendo determinantes los elementos diferenciadores de carácter individual. Los que dicen que es imposible acertar, curiosamente aciertan, pero han entendido muy poco de la planificación estratégica, que no es de ningún modo una herramienta para acertar, sino para expresar la voluntad de lo que se desea hacer y establecer los caminos, nada indiferentes por cierto, para llegar a donde se ha definido. Como ésta es una definición tan de sentido común, estoy convencido que es compartida hasta por los teóricamente más combativos críticos de la planificación estratégica. He dicho teóricamente críticos con toda intención, porque aun cuando se manifiestan contrarios, en la exposición de sus tesis aparecen referencias, a veces explícitas, a veces implícitas, que parecen refutar su propia teoría, al referirse a objetivos, metas y senderos que conducen a su cumplimiento.
Allí donde uno ha tenido acceso al conocimiento de cómo practican la 'no planificación', se ha encontrado sólo con variantes de la misma que afectan más a la forma que al fondo. Donde las posiciones parecen más tajantes es en el rechazo a los números, a expresar los objetivos en términos numéricos, aunque luego en la práctica se utilicen subterfugios, a veces tan burdos como eliminar la cifra de ventas, por mucho que se determine el número de unidades a producir y, lógicamente se conozca el precio de costo y de venta de cada unidad. Esa alergia a los números quizá esconda inconscientemente el temor a que todos puedan identificar como mecanismos sencillos el resultado de nuestra gestión.
'Los que dicen que es imposible acertar, curiosamente aciertan'
Dentro de la impredecibilidad del futuro, más relativa que absoluta, si para abordar la presencia en un mercado queremos implantar una unidad productiva en un determinado país, lo primero que precisamos es conocer todo lo relativo a ese país, zonas más apropiadas, legislación, cultura, y además de los recursos financieros, habrá que preparar a las personas que tengan que desplazarse, lo que no se improvisa y sólo sale bien si se ha previsto, planificado, con la suficiente antelación. Y esto lo hacen así tanto quienes se manifiesten partidarios como contrarios o escépticos sobre el valor de la planificación estratégica.
Y si lo que tratáramos de construir fuera una carretera o un ferrocarril, resultaría imposible sin una planificación a varios años, probablemente bastantes más de lo que habitualmente se considere normal en un plan estratégico, ya que los trámites exigen períodos de tiempo de esa magnitud y, a pesar de las desviaciones presupuestarias, que casi siempre acompañan a tales realizaciones, nadie negará la imprescindibilidad de tal planificación. Debo estar siguiendo un camino equivocado en mi reflexión, ya que en principio quería cuestionar la certidumbre que mantenía sobre la actuación y validez de la planificación estratégica y lo único que estoy logrando es discutir los elementos contrarios y, en consecuencia, reafirmarme aún más en los presupuestos de partida. Si añado, además, que no hay reflexión estratégica que merezca tal nombre si no parte de una definición y debate sobre los valores que deben inspirar el proyecto de que se trate, no hago sino incorporar más certidumbre a la validez actual de la herramienta. Y en este convencimiento incluyo la cuantificación numérica relativa no sólo a las ventas y a los resultados, también al empleo, a las horas de formación, a los recursos destinados a innovación, ya que de otro modo no sabría cómo medir los logros.