La conversión de George Bush
Aparece el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, en la tribuna de la sexagésima Asamblea General de la ONU y dice que 'contra el terrorismo no bastan las armas, hay que vencer la batalla de las ideas'. Luego añade que de la pobreza al odio apenas hay un paso y entre quienes están a la escucha del mayor líder mundial, al frente de la única hiperpotencia, aumenta el desconcierto. Se diría que el presidente Bush ha sufrido una segunda conversión y que, después de haberse apropiado el 11-S del lema enunciado por el general Ibáñez Freire, ministro del Interior, muchos años atrás a propósito de un grave atentado de ETA -'encontraré a los terroristas aunque se escondan en el centro de la tierra'-, ahora en la ONU se nos ha hecho discípulo fervoroso de don Miguel de Unamuno. Porque por ese mismo sendero de la batalla de las ideas se aventuró el rector de Salamanca en su inolvidable encontronazo con el legionario Millán Astray el 12 de octubre de 1936, como más adelante se verá.
Pero llegados aquí recordemos que el nunca bien ponderado Aznar, profeta y adelantado de Bush en Hispania, nos había venido reiterando hasta la extenuación que el terrorismo es el mal absoluto, que todos los terrorismos son iguales y que todo intento de aproximarse al estudio de sus raíces o de sus causas es merecedor de anatema porque equivale a entrar en connivencia inaceptable con los asesinos.
El terrorismo, según la doctrina Bush-Aznar hasta ahora vigente era en definitiva un vocablo blindado contra toda polisemia, de univocidad inatacable por los ácidos, inmune a la erosión ambiental y que en nada se altera cualesquiera que fueren las variaciones experimentadas por las circunstancias de lugar y tiempo.
Bajo esa doctrina, adobada con las mentiras sobre armas de destrucción masiva, y tras la adecuada intoxicación mediática suministrada en dosis generosas, capaces de instalar en la población americana el convencimiento de que había sido Sadam Husein el responsable directo del derribo de las torres gemelas el 11-S, los tres tenores de la base de Lajes lanzaron el ultimátum y se fueron a la guerra de Irak. Todo iba de relámpago en victoria pero los avances fulminantes, sin bajas propias que reseñar, han terminado en el pantano que ahora se ofrece a la vista. Las armas fabuladas fueron inencontrables y la amenaza militar quedó en un cuento para niños.
Además, sin conceder indulgencia alguna al sátrapa que venía tiranizando a su propia población sin demérito alguno para su reconocimiento como aliado occidental, aceptemos que el resultado de la aventura bélica de la coalición ha valido para que donde no había terrorismo nacional ni internacional ni tenía influencia ni contactos Bin Laden, ahora tengan su sede privilegiada y sus mejores bases de entrenamiento los terroristas más extremos de Al Qaeda, en tanto que la ocupación militar del país sirve de propaganda y banderín de enganche para esa guerra santa o yihad, que tanto atractivo tiene demostrado con el paraíso y las huríes del profeta como bienvenida celestial.
El caso es que aquel 12 de octubre del 36 Unamuno, en circunstancias límite, anticipó la nueva doctrina Bush de que para vencer no bastan las armas, que es necesario vencer también la batalla de las ideas.
El Paraninfo de la Universidad de Salamanca, atestado de militares franquistas y de camaradas de Falange, estaba de solemne ceremonia y el general Millán Astray intervenía describiendo al País Vasco y a Cataluña como 'cánceres en el cuerpo de la Nación' que 'el fascismo sanador de España sabría extirpar'. De entre el público salió estentóreo el grito legionario de '¡Viva la muerte!'. Fue entonces cuando el rector Unamuno replicó con aquello de 'venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha'.
Quien nos iba a decir que el presidente Bush, en este segundo mandato, iba a convertirse en unamuniano militante.