Wall Street, aviso para navegantes
La pérdida en unas pocas sesiones del pasado abril en las Bolsas de valores más importantes de todo lo ganado en lo que iba de año se podría considerar como una simple corrección sin consecuencias a la fuerte subida de los dos años anteriores hasta marzo -40% para la de Nueva York y casi el 60% para las europeas-. Especialmente cuando estas últimas superaban ampliamente más tarde ese bache, a pesar del marasmo económico y la crisis institucional.
Sin embargo, esa caída de los índices bursátiles cobra significado cuando el de la Bolsa de Nueva York, que sirve de referencia a todas las demás que inexorablemente la acaban siguiendo, se encuentra a mediados de julio, y tras fuertes altibajos, por debajo del nivel de finales de 2004.
Esta atonía de los mercados al otro lado del Atlántico refleja sin duda la incertidumbre y el nerviosismo de los operadores ante los malos augurios que trasluce la atípica evolución de la economía norteamericana. Es cierto que, aunque debilitándose, la expansión económica continúa todavía a buen tren -3,5% anual en el primer trimestre-. Pero la inflación viene irguiendo la cabeza impulsada por unos costos salariales y energéticos que van cogiendo fuerza y la suma de los déficit gemelos (público y exterior) alcanza el máximo de la posguerra.
La clase política española parece no estar preocupada por la extensión de una burbuja inmobiliaria
El comportamiento de la economía norteamericana tiene gran similitud con un espectáculo circense: el público (los mercados) contiene la respiración porque el trapecio (el ajuste de la economía) está demasiado lejos del acróbata lanzado al vacío y mira angustiado la red de seguridad (la continua disposición de China y otros países asiáticos para financiar esos déficit gemelos) porque teme que en algún momento la pueden retirar.
Para acabar de intranquilizar al público, el que pudiera ser el director de pista, Alan Greenspan, declaraba hace poco en el Economic Club de Nueva York que 'el mercado inmobiliario es demasiado exuberante y claramente insostenible', pues muchos recordarán lo ocurrido años atrás cuando hizo unas declaraciones parecidas respecto al mercado mobiliario.
Hasta ahora la expansión de la economía se basa principalmente en el gasto de las familias en consumo y adquisición de viviendas a que han llevado unas condiciones financieras extremadamente favorables. Pero este factor de impulsión está condenado inexorablemente a agotarse antes de lo que se piensa pues se apoya en un creciente endeudamiento de las familias y su deuda, que ya alcanzaba el 125% de su renta disponible, no puede seguir aumentando más que sus ingresos.
A este obstáculo al crecimiento hay que añadir otro que ya está dejando sentir sus efectos -la fuerte carestía del petróleo- aunque lo peor puede que esté por venir. Es posible que con el precio del barril a 60 dólares se esté entrando en una nueva era en la economía de la energía como consecuencia de un fuerte y persistente aumento de la demanda y una oferta menos expansiva.
Va a ser difícil aplicar la política económica que disipe estos negros nubarrones que oscurecen el horizonte de la economía norteamericana, corrija sus graves y crecientes desequilibrios básicos y consiga un aterrizaje suave para la misma. Mantener el actual endurecimiento gradual de la política monetaria para frenar el creciente aumento de precios y la burbuja inmobiliaria en ciernes plantea el primer problema. Se corre el riesgo de que un creciente servicio de la deuda ahogue financieramente unas familias altamente endeudas, lo que podría llevar no sólo a la contención del gasto del consumo sino también a la explosión de la burbuja inmobiliaria, con el consiguiente efecto nefasto sobre la economía.
Queda como otro gran problema a resolver: el enorme déficit corriente exterior. Como no cabe esperar en el corto plazo un mayor ahorro proveniente de las familias ni del sector público, la solución tendrá que venir de una revaluación del yuan respecto al dólar que pide la Administración de EE UU. Sin embargo, así se corre el peligro de reducir una fuente importante de su déficit exterior, pues China ya no tendrá necesidad de comprar tantos bonos del Tesoro para mantener la cotización del yuan fijada al dólar. Pero si el apetito de los países asiáticos por los bonos norteamericanos decae, el tipo de interés tendrá que subir de forma apreciable para hacerlos más atractivos y vuelva ese flujo de financiación. Huelga decir los efectos que esto puede acarrear para la expansión de esa gran economía del otro lado del Atlántico.
El resto del mundo contempla fascinado los ejercicios de alta acrobacia de la economía norteamericana, pero también bastante preocupado, pues sabe que un exceso de confianza o un error de cálculo en esos ejercicios puede llevar a la catástrofe al motor de la economía mundial, con los consiguientes efectos a escala global.
La onda de dinero abundante y ridículamente barato que inunda el globo está extendiendo la formación de burbujas en los mercados inmobiliarios de una serie de países (de Australia al Reino Unido pasando por Irlanda y España) que intentan contenerlas con las medidas de política económica a su alcance. España es la excepción, pues la clase política no parece compartir la inquietud de los demás países, aceptando de buen grado que se infle aún más la burbuja con la continua reducción fiscal del coste financiero (ya casi nulo en términos reales) en la adquisición de la primera vivienda.
Y esto no deja de ser sorprendente. La economía española es en efecto una de las más vulnerables a la contingencia señalada, pues si se exceptúa el saldo de las cuentas públicas, es un calco de la economía de Norteamérica tanto en los atípicos factores de impulsión como en su elevado, creciente e insostenible déficit corriente exterior. Pero ésta es una cuestión que merece ser tratada en otro momento con más detalle y extensión.