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Columna
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De taxis y flotas

No sólo de información sobre el accionariado y su reflejo en las cúpulas bancarias viven los diarios color salmón. Es costumbre que los máximos ejecutivos de las grandes organizaciones empresariales tengan sus despachos en lo más alto de los rascacielos corporativos, donde tantas instituciones han dado pruebas irrefutables de padecer el mal de la piedra.

Pero a ras de tierra, donde deambula el público de a pie y transcurre el tráfico rodado, en las áreas centrales de las ciudades de circulación restringida campea el transporte público y empieza el reino privilegiado del taxi.

El taxi es todo un mundo de servicio público bajo gestión privada, que conecta muy diferentes estratos sociales y que sirve de primera carta de presentación cuando el viajero llega a una ciudad. Esa primera impresión que causan el taxi y el taxista al recién llegado es muchas veces una marca indeleble para bien o para mal, abre la puerta a la mejor comprensión de la ciudad o proporciona una indisposición sin cura. Y ahí están los turistas estafados según llegan al aeropuerto pongamos de Barajas que no nos dejarán mentir.

Estos días, aquí en Madrid, el mundo del taxi anda revuelto porque al parecer se avecinan nuevas reglamentaciones administrativas en el ámbito de la comunidad autónoma o en el del ayuntamiento, que alterarían el actual ecosistema hasta ahora definido por la prevalencia de los autónomos, más o menos cooperativizados. Por eso, empiezan a verse carteles adhesivos en los parachoques traseros y otros lugares visibles de las blancas carrocerías que ponderan las virtudes del actual servicio del taxi y alertan al usuario frente a los cambios barruntados con un contundente no a las flotas, donde radicarían las nuevas amenazas.

Todo sucedía como si viniéramos de un lema, derivado de la antigua revolución agraria, a tenor del cual el taxi para quien lo trabaja. En esa línea a cada taxista sólo podía corresponderle una licencia más o menos indefinida que acababa a veces siendo objeto de traspaso mediante compensaciones en metálico. Bajo ese sistema en teoría nadie podía acaparar tan preciadas concesiones. Otra cosa es que al volante de un mismo vehículo pudieran sucederse a lo largo de una misma jornada o en días alternos varios conductores: tanto el propietario de la licencia como otros contratados en condiciones muy diversas, que venían a constituir uno de los principales viveros de aspirantes a nuevas licencias.

La cuestión empieza a tomar temperatura y los cambios pudieran sobrevenir con su estela de descontento jalonado de huelgas y demás atascos de tráfico inducidos. Pero que se sepa hasta ahora falta un verdadero libro blanco del taxi que tenga en cuenta el parecer de los autónomos, de las cooperativas y de los usuarios y que permita disponer de datos comparativos procedentes del servicio del taxi en otras ciudades análogas a Madrid.

Urge saber con nueva exactitud el número de vehículos dedicados al servicio, los modelos homologados, la antigüedad del parque, la clase de combustible que utilizan, su estado de conservación de mantenimiento e higiene y las referencias disponibles sobre su comportamiento circulatorio.

Y llegados a este punto se recomienda la lectura del sesudo Financial Times, que en su edición del 8 de diciembre abría su sección de Bussines Life bajo el título Why the London taxi has not conquered the world. Porque, en efecto, comprobada la superior condición del taxi de Londres, nadie ha sabido explicar por qué esa superioridad ha carecido de contagio alguno. ¿Por qué sin ir más lejos una ciudad como Nueva York o como Madrid no ha sabido importar semejante comodidad para el usuario? Y que los del maximalismo liberal-nihilista dejen por esta vez sus monsergas de la libre competencia porque las normas sobre el servicio del taxi para nada descalifican a Londres.

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