Una medida de la decencia
Es forzoso reconocer que nuestra pasión por la medida rebasa todo lo imaginable. Diferentes institutos, organizaciones estadísticas, centros sociológicos, departamentos universitarios, ONG y Gobiernos se empeñan cada día en obtener informaciones contrastadas de los más diversos aspectos del comportamiento humano, tanto en su dimensión individual como en su faceta colectiva. Sin medida no hay objetivos precisos en el quehacer social. Sin alguna vara de medir no puede estimarse la distancia que nos separa de nuestras metas ni resultan evaluables las políticas que a tal objeto ponemos en práctica. Sin embargo, las conocidas dificultades para elaborar buenos datos se multiplican cuando nos adentramos por caminos tan singulares como la búsqueda de apreciaciones precisas sobre los valores morales incorporados en la conducta.
Desde hace 10 años el Instituto Transparency International viene tratando de introducir la lucha contra las diversas formas de corrupción en la agenda de los Gobiernos y de los diversos agentes sociales. En su actuación, la convicción de que la lucha contra la corrupción es útil para reducir la pobreza y la desigualdad del mundo se une a otras convicciones no menos significativas: contribuye a la transparencia del comercio internacional, a la edificación de sociedades democráticas y Ejecutivos transparentes y, por fin, a la seguridad global. Y con estos fundamentos doctrinales, la organización se dedica a hacer campañas contra las diversas manifestaciones de la corrupción y actúa como un poderoso lobby orientado a favorecer prácticas -políticas y económicas- que proscriban las más groseras expresiones de comportamiento corrupto tanto en el sector público como entre los distintos agentes que integran el sector privado. Naturalmente, para saber dónde estamos es preciso algún índice que sirva de aguja de marear.
El índice de percepción de la corrupción mide en una escala de 0 a 10 la corrupción del sector público y la vida política tal como es percibida por empresarios, académicos y analistas de riesgo. España ha ocupado los años 2001 y 2002 el puesto 22 entre los más de cien países considerados en el estudio. Sin embargo los datos relativos a 2003 nos sitúan en el puesto 24, sólo por delante -entre los países de la UE-15- de Portugal (25), Italia (35) y Grecia (55), pero bien alejados en puntuación de los tres líderes de la clasificación que, no por casualidad, son del Norte de Europa: Finlandia, Islandia y Dinamarca.
Pero este indicador debiera ser completado con otro, el Barómetro de la Corrupción (BC), relativo a la gravedad de los problemas, tal como los perciben los ciudadanos. Si a estos se les asegura la disponibilidad de una varita mágica que permite eliminar la corrupción de las instituciones en que más abunda, el 29,7 % señalan a los partidos políticos como objeto de sus preferentes atenciones y el 13,7% a los tribunales de justicia, para el conjunto de la muestra. Para España esos dos casos reciben la atención del 34,9% y del 26%, respectivamente, lo que denota una percepción ciudadana bastante preocupante en torno a la calidad de la vida pública.
Algo mejor parado sale nuestro país en el índice de sobornos (IS), que expresa la opinión de 800 expertos en mercados de 15 países emergentes sobre la disponibilidad de las empresas exportadoras más importantes a pagar sobornos para obtener contratos y otros favores.
No es que los mencionados índices sean la expresión numérica precisa de la decencia de unos u otros países, pero al menos su difusión resulta ser indicadora de algunas tendencias. Expresa, sobre todo, la creciente convicción de que el desarrollo económico y el éxito de una sociedad no pueden (deben) edificarse sobre la base de comportamientos inaceptables que, además de actuar como freno para alcanzar tales objetivos, afectan de modo especialmente negativo a las personas, grupos sociales y países, más débiles.
En diciembre de 2003 se firmó el Convenio de Naciones Unidas contra la Corrupción y se fijó el 9 de diciembre como día internacional contra la corrupción. No son iniciativas suficientes para hacer frente a los problemas conocidos. Más aún, mientras la transparencia no avance mucho más, seguirán pululando los que ponen el cazo al otorgar un contrato, una obra o -quizás- un auto o una sentencia y, con ellos, los que de grado o por fuerza depositan dinero en el cazo, sin que la ley que sanciona tal conducta tenga siquiera ocasión de aplicarse. Al fin y al cabo nada más lejos de quienes trafican con el poder político que la intención de someter su albedrío al control (ajeno) de legalidad. La ley no basta. Resultan, pues, indispensables, medidas razonables de la decencia conseguida.