Los partes de guerra ya no cotizan
La época en la que los inversores devoraban las noticias sobre la captura del cocinero de Osama Bin Laden o el guardés de la finca de Sadam Husein parece haber pasado. La muerte de los dos hijos de Sadam a manos de tropas estadounidenses apenas se reflejó en Wall Street. Algo que tiene toda la lógica del mundo, porque por más que uno se exprima los sesos no entiende por qué IBM vale más si los fugados Udai y Qusai han sido acribillados.
Pero el caso es que hace tres meses el mercado sí cotizaba, y con singular algarabía, este tipo de partes de guerra. En un comportamiento un tanto infantil, los bolsistas asistían a la invasión de Irak como a un espectáculo televisivo más, jaleados por la retórica buenos-malos: Si ganan los buenos se compra y si mueren los malos se vende.
La Bolsa se había convertido en una pieza más del engranaje que mezclaba, y aún mezcla, realidad y ficción, hechos y deseos, noticias y opiniones. Esta simplificación de la realidad también ha llegado a los órdenes económicos. Desde principios de 2000 se han gastado toneladas de papel en informes de análisis cuyo optimismo y cuyos planteamientos invadían el terreno de la estética naíf.
El mercado, a veces, tiene la molesta costumbre de poner las cosas en su sitio. Y bien que lo ha hecho en los últimos tres años. Ahora, aunque el panorama económico pinte mejor, la frialdad con la que los inversores reciben tanto los partes de guerra como los resultados empresariales es una señal positiva. Unos mercados irracionales no convienen a nadie, ni siquiera cuando la propia irracionalidad provoca el enriquecimiento de los ahorradores.
Los rumores y la especulación son parte misma de la Bolsa. Pero deben ser un actor secundario y no, como ocurre con demasiada frecuencia, el principal motor del mercado.