Mala gestión sanitaria
El primer año de gestión sanitaria en manos de las comunidades autónomas ha demostrado al menos dos cosas: que la calidad no ha mejorado y que el desequilibrio financiero es mayor que en manos del Estado. Varias regiones ya disponían de las riendas de la sanidad desde hace años, con dispar resultado; pero las que las tomaron en enero de 2002 se han encontrado con un monstruo de demanda insaciable entre sus manos y únicamente se han dedicado a mantener el ritmo.
Todas ellas han dispuesto de tiempo para darle a la manivela del gasto de personal, enfrascadas en una carrera endiablada por alcanzar los techos salariales del sistema sanitario navarro, el más alto, que por riqueza y dimensión regional es inalcanzable para muchas regiones. En una especie de gracia nacionalista extendida a todas las comunidades y a todos los tipos de funcionarios, las autonomías suben automáticamente el sueldo a cada funcionario que le traspasa el Estado, como si tal gesto llevase aparejado un súbito incremento de la productividad. Este simple hecho, generalizado en todas las comunidades que accedieron a la gestión sanitaria en 2002, junto con la incapacidad para controlar el incremento de la factura farmacéutica, han desbordado la capacidad financiera que el Estado puso en manos de las comunidades.
Hasta tal punto ha puesto contra las cuerdas a las finanzas autonómicas, que algunas de ellas ya han pedido una renegociación con Hacienda para poner al día la cuantificación de las transferencias, como es el caso de Baleares o Canarias. Bien es cierto que en estos casos la insularidad juega en su contra y que seguramente cerraron en falso el traspaso, sin calcular matemáticamente lo que cuesta pagar un servicio público gratuito y universal, y, por tanto, de demanda insaciable.
Las comunidades que en primer lugar recibieron la gestión sanitaria (Valencia, Cataluña y Andalucía) siguen arrastrando deudas crecientes y peticiones infundadas para poner el contador a cero. Sin embargo, han generado los primeros ensayos con criterios, si no privados, sí más economicistas, tanto en la gestión hospitalaria como en la farmacéutica. Este tipo de modelos semiprivados, o en los que únicamente se apliquen criterios que atajen el despilfarro sin perder de vista el carácter público, universal y gratuito del servicio, deben extenderse en varios tramos del itinerario sanitario para mejorar la calidad y abaratar el coste.
Hasta ahora sólo Madrid ha hecho uso del único impuesto creado con carácter general para financiar la sanidad, cual es el recargo sobre el precio de los carburantes. El resto de comunidades descosen el presupuesto pero no lo hacen, seguramente porque dentro de dos meses hay elecciones autonómicas. Si deseaban corresponsabilidad fiscal, las comunidades deben ejercitarla. No se trata sólo de gastar, ideando incluso un catálogo más extenso de prestaciones muchas veces anecdóticas en su territorio, sino de cobrar para financiar el gasto. Gobernar es gastar, pero también ingresar.