Empleo público y productividad
Cuando llegó Aznar al poder, en la primavera de 1996, había en España 2.203.000 empleados públicos. Su primera decisión como empleador, acuciado por una imperiosa reducción del gasto público para entrar por la estrecha rendija de Maastricht, fue congelar el sueldo de los funcionarios. Pero hizo más: decidió reducir la plantilla de la función pública. Para ello introdujo en la legislación una medida en la Ley de Presupuestos que se ha mantenido vigente, con ligeras flexibilizaciones, durante seis años: congelar la oferta de empleo público y reponer únicamente una de cada cuatro bajas que se produjera en los distintos departamentos ministeriales y administrativos. La decisión era de una envergadura considerable, si se tiene en cuenta que afectaba a todos y cada uno de las colectivos de la función pública, y desde el Estado hasta el último ayuntamiento.
Seis años después, el número de empleados públicos llega increíblemente a 2.385.000. El milagro está en que una evolución natural de las bajas vegetativas debería haber llevado a un saldo de jubilaciones de 276.000 personas, de las que sólo se podrían haber repuesto 69.000 empleos. Sin embargo, la realidad es que existen 178.000 empleados más en las Administraciones.
Todas ellas, pero especialmente las periféricas y, de éstas, las de menor tamaño, han buscado atajos a la disposición presupuestaria tanto para esquivar la reducción de plantillas como para eludir la congelación salarial en los años en los que estuvo vigente. Y ello pese a que sucesivas sentencias de los tribunales rechazaban la autonomía de los Gobiernos regionales y locales para decidir sobre ambas cuestiones.
La fórmula más utilizada ha sido la contratación de trabajadores temporales, eludiendo la tradicional oposición que garantiza dos cosas básicas para cubrir los puestos de los empleados de todos los españoles: la elección de los mejores y la igualdad de oportunidades exigible para todos los empleos financiados con el dinero público. Esta contratación de temporales (la tasa de temporalidad en los municipios ha llegado al 35%, muy superior a la media nacional del sector privado) se ha terminado consolidando con la convocatoria restringida de concursos a medida, que en la práctica frenan la libre concurrencia de los ciudadanos, y deja la oferta pública de empleo en una falacia, salvo para el caso de agentes de la Policía y de la Guardia Civil.
Sólo después de todo este crecimiento de personal al servicio de las Administraciones, que ha corrido paralelo al traspaso de las competencias a las comunidades autónomas y el consiguiente trasvase de funcionarios, se plantea el Gobierno cuestiones que deberían haber estado íntimamente ligadas, como el incremento de la productividad. Ahora ha propuesto un plan de estímulos a la productividad, que supone necesariamente más gasto público, en una actividad cuya eficacia sólo se puede medir de dos formas: horas (trabajo por las tardes) o resultados (acortar las esperas de los administrados).