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Tribuna
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La democracia en España

Las reacciones provocadas por la posible guerra contra Irak y el apoyo del Gobierno Aznar a las iniciativas bélicas de EE UU han provocado numerosas y variadas reacciones y pronunciamientos en la sociedad española que, junto a la vitalidad cívica que revelan, demuestran los profundos desajustes que caracterizan nuestra democracia.

Empecemos por la desmesurada atención provocada por las protestas de los profesionales del cine contra la guerra. Quienes las han ensalzado como paradigma de la dignidad ciudadana y espejo de la libertad de expresión me temo que hayan incurrido en lo que podría calificarse del espejismo del ciudadano como héroe.

Nadie duda que esas personas están en su derecho de expresar su rechazo a la guerra, pero la legitimidad de esa denuncia no oculta su oportunismo y su deficiente contenido ético. Prueba de ello es que ha bastado el recordatorio de su largo silencio respecto a la guerra interior que provoca el terrorismo de ETA para que esos valerosos adalides de la paz rectifiquen, se cuelguen por vez primera una pegatina con 'ETA, no' y se sumen a protestas contra el último asesinato etarra junto a personas que, éstas sí, venían ya denunciado con riesgo para sus vidas las agresiones del aberzalismo vasco.

Semejante espectáculo pone de relieve que vivimos en una democracia dominada por el mercado; es decir, una democracia en la cual las actitudes y manifestaciones generadas gracias a la publicidad consiguen rápidamente una legitimidad que debería corresponder ante todo a posiciones cívicas traducidas en una participación política coherente. Buena parte de la explicación de ese fenómeno habitual en las democracias modernas -y aún más en aquellas que, como la española, son relativamente jóvenes- reside en que, debido a los clamorosos defectos de la clase política a los cuales me referiré enseguida, los medios de comunicación se han apoderado del curso de los acontecimientos políticos y, de hecho, son quienes dictan en buena medida las posturas políticas de la sociedad y educan sus reflejos ciudadanos con un prisma tan rápidamente cambiante en su campo de visión que provocan, primero, el hastío de aquellos ante semejante saturación de opiniones, encuestas y pseudoanálisis dando lugar, a continuación, a su resignada pasividad.

El resultado final es desolador: el ciudadano se convierte en un simple consumidor de noticias. Pero sucede que dicho proceso tiene otra consecuencia más preocupante habida cuenta que su raíz última revela que en nuestras democracias el ciudadano prácticamente desaparece del proceso de toma de decisiones políticas.

Se trata de un hecho en parte inevitable en sociedades complejas y avanzadas en las cuales los ciudadanos se ven obligados a delegar en muy amplia medida la discusión, la adopción y la vigilancia de los asuntos públicos en unos grupos especializados que conforman eso que se ha dado en llamar clase política. Estos grupos se han convertido en la piedra angular de la democracia y de ellos se espera que cumplan con varias exigencias. Ante todo, que aquellos de sus componentes que alcancen los puestos de mayor responsabilidad lo hayan logrado de un modo éticamente intachable y no por mor de métodos y clientelismos reprobables, que apliquen su inteligencia y carácter al logro de la justicia y prosperidad de sus conciudadanos y busquen siempre el mayor grado de consenso posible de la sociedad civil a la que dicen servir.

Los que representan y dirigen políticamente a los ciudadanos lo hacen legítimamente no sólo porque cada cuatro años logren determinado número de votos y ostenten una mayoría -el Gobierno- o aspiren a lograrla -la oposición- sino, y sobre todo, por su aptitud para percibir las preferencias y necesidades existentes entre la opinión pública, así como por su capacidad para explicar veraz y pacientemente a los ciudadanos las opciones en discusión y sus probables consecuencias, inspirando en ellos un consenso básico a propósito de las decisiones esenciales, al tiempo que demuestran la fuerza moral suficiente para inspirar a la sociedad el sentido de liderazgo que preserve a las democracias tanto de la apatía como de las presiones sesgadas de todo tipo de grupos de interés.

Pero si la clase política no sabe estar a la altura de sus responsabilidades, serán otros, como está sucediendo ahora en España, quienes dicten el curso de los acontecimientos y las decisiones políticas. Si esa amenaza se hace realidad, nuestra sociedad jamás será oída con respeto en el concierto de las naciones y el auténtico bienestar social al que todos aspiramos se nos irá escapando día tras día.

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