Los disparates del comercio
Antonio Cancelo recomienda revisar las legislaciones estatal y autonómicas que pudieran ser contrarias a los principios de libertad del sector comercial
Al parecer, la Comisión Europea comienza a estar preocupada por las regulaciones que afectan al comercio de los Estados miembros, hallando elementos restrictivos de la competencia de diferente alcance, pero que se hacen particularmente visibles en lo que respecta a la apertura de nuevos establecimientos y a la disparidad en los horarios comerciales.
En el mismo sentido se pronuncia el Fondo Monetario Internacional que, por lo que respecta a España, urge al Gobierno a que elimine las barreras que lastran el funcionamiento del comercio, insistiendo, en coincidencia con la Comisión Europea, en la liberación de horarios y las complejas exigencias existentes en la concesión de licencias comerciales.
Hay que saludar con esperanza estas recomendaciones y hacer votos porque el Gobierno español, que indudablemente debe estar preocupado por el considerable rebrote inflacionista, se ponga manos a la obra y, sin consideraciones electoralistas -siempre hay unas elecciones en lontananza-, corrija algo que también contribuyó a crear y que tan flaco favor está prestando a la economía.
Las consecuencias que ahora se detectan y que tanto alarman eran perfectamente previsibles en el momento en que se aprobaron las regulaciones que ahora deberían modificarse. Algunos, ciertamente minoritarios, entre los que me incluyo, luchamos denodadamente para que no se iniciase una senda equivocada, pero nuestra influencia resultó mediocre, y nuestra fuerza, insuficiente.
Los políticos de todos los partidos con quienes tratamos de estas cuestiones fueron más sensibles a las presiones de grupos determinados que en la defensa de sus intereses particulares -no discuto que legítimos- influyeron amenazando con la orientación del voto que decían representar. Desde mi punto de vista, esta influencia resultó determinante. Las equivocaciones cometidas en la regulación del comercio alcanzaron un nivel tan grosero como el que ahora se constata y fue, sin embargo, una de las poquísimas cuestiones en las que todos los políticos coincidían, independientemente de la ideología que sus respectivos partidos decían profesar.
Cuando, pasado el tiempo, los que vimos nuestras tesis arrumbadas empezamos a comprobar que quienes tenían la capacidad legal de hacer y optaron por lo contrario, tienen que revisar sus posturas, parece que deberíamos sentirnos recompensados. Personalmente puede más en mi sentimiento el pesar por el tiempo perdido.
En aquellos momentos de confrontación de ideas que en muchos casos llegaron a alcanzar un buen grado de acritud, recuerdo multitud de acontecimientos en los que tuve la suerte de participar. En una jornada sobre desregulación de los mercados celebrada en Madrid, en la sede del entonces Instituto Nacional de Industria, me tocó defender la ponencia relativa al comercio.
La situación era un tanto irónica, ya que mientras en el resto de los sectores empezaban a vislumbrarse aires de desregulación, en el comercio, entonces bastante desregulado, se cernían más bien oscuras nubes intervencionistas. Se me ocurrió enfocar mi intervención recurriendo al proyecto de Ley de Comercio, ya elaborado, comparando su exposición de motivos plagada de referencias a la libertad de mercado, la competencia, el libre establecimiento, etc., con el articulado, en el que a través de limitaciones, condicionantes, cuando no prohibiciones, etc., se dejaban sin contenido los bellos principios proclamados.
Pero con la promulgación de la Ley de Comercio el disparate no había hecho más que comenzar y pronto empezaron a aprobarse las leyes de comercio de las autonomías, en las que, siguiendo el patrón iniciado por la legislación estatal, se multiplican las cortapisas de todo tipo. A medida que el territorio se reduce, la aplicación de criterios ya discutidos en ámbitos más amplios hace que el dibujo adquiera perfiles caricaturescos.
Valga, a título de ejemplo, la definición de cuota máxima de mercado para una empresa, lo que resultaría inconcebible en cualquier otro sector. Pero además un 25%, pongamos por caso, de un mercado de un millón de habitantes puede definirse como situación de dominio en ese mercado, y esa empresa, sin embargo, puede estar compitiendo con empresas cien veces mayores, aunque en ese concreto mercado no superen la cuota del 10%.
Ahora empieza a recogerse el fruto de tamaños e interesados despropósitos y parece que puede esperarse una acción correctora que equipare al comercio con otros sectores de la economía.
Una cierta cautela se hace, no obstante, conveniente, ya que es necesario recordar que hasta su último pronunciamiento la posición de la Comisión Europea ha sido más bien de connivencia con la orientación de los Estados más intervencionistas. Conviene actuar con rapidez, revisando unas legislaciones estatales y autonómicas que pudieran incluso ser contrarias a los principios de libertad contemplados en la Constitución.
Si no se hace -o no se hace a tiempo-, las consecuencias negativas tenderán a incrementarse, puesto que el mercado no es tal si se obstaculiza la competencia y las legislaciones que hoy regulan el sector del comercio protegen descaradamente a los ya establecidos, dificultan la entrada de nuevos contendientes y, en definitiva, castran todo proceso tendente a la creación de modelos más competitivos.